Uno camina por la ciudad con la mirada alta. Por ver si hay ángeles en los tejados. Nadie está a salvo de la felicidad. El cielo no se nos cae encima y el clima podría ser tildado por un puntilloso cronista de «agradable». Calor al sol, no obstante. Se le cruzan a uno por la mirada piernas bronceadas y caderas vestidas de estío. Como no es cosa de perder el tiempo, cuento gorriones. No sé hacer más de dos cosas a la vez. Así que dado que estoy existiendo y contando gorriones, dejo de andar. Cuando ceso el censo ornitológico, vuelvo a las andadas. Frente alta, espalda recta, pasos largos, intenciones claras. Sin metales en la alforja. Añorando una camisa de lino. El vino siempre es bueno si hay amigos. Saludo a las estatuas. Casi todas contestan. Una con toga me cuenta sus calores. Es falso mármol, por eso no me enfría, confiesa. Las palmeras saludan menos. Me gustaría tener una cometa. Echarla a volar, observarla tumbado bocarriba en el asfalto. Sin pensar en nada, sólo en el aéreo tránsito de la cometa a la que iría siguiendo con los ojos, sin mover la cabeza, ejercitando el músculo óptico, contemplando como la cometa se aleja hacia otros aires, nuevas perspectivas, mismo cielo, distinta ciudad. Quisiera a lo mejor montar en esa cometa. No trato de soñar, y sí de agarrar por un ángulo nuevo la realidad. O tal vez debería decir agarrar la realidad por un ángulo nuevo. Voy atravesando esta ciudad que querría mirar con ojos de recién nacido. El mundo como novedad.

No pesan los años, pesan las miradas trilladas. Tropiezo con un poeta que no quiere morirse de inédito, con un contador de nubes que teme a las jornadas de cielo limpio, con una musa que perdió a su escritora y la busca por trigales que sólo ella ve, en medio de lo que en realidad es una populosa avenida. Me pongo las gafas de ver la realidad de lejos. En ocasiones veo olas. Todo caminar es buscar un mar. El mío linda con tu mirada. Uno debería ser siempre como cuando saben que lo observan. Doblo la esquina. Hay cámaras de seguridad para que nadie se lleve los sonetos. Una joyería exhibe adjetivos en sus escaparates y un perro azul come un helado indiferente. Me busco a ver si encuentro correteando por este, mi paisaje, al niño que fui. Bajo la cabeza, el suelo tiene también derecho a unos ojos. La mirada rebota en un anciano. Lleva un sombrero de papel. Va a una manifestación de partidarios de las sombras.