Pedro es el aprendiz de pintor que siempre ha querido ser, a las órdenes de Anselmo Gutiérrez de Seca, artista renombrado. Lleva una vida sencilla y feliz, inmerso en colores, formas y lienzos. No desea ni quiere ser otra cosa y se siente agradecido por disfrutar de tantísimas horas de trabajo: es el sexto de doce hermanos y la paga que recibe se la da íntegra a su madre, que así puede llegar un poco menos apurada a fin de mes; el pasero que tiene en la Axarquía requiere mucha faena y no da tanto dinero. Él lo hace con gusto, además de que le ahorra una boca a su familia, pues hace ya tiempo que come y duerme en el taller de su maestro: a veces se siente un pincel más.

En este momento limpia, junto al andamio instalado en el estudio, los utensilios del maestro. Están haciendo un retablo para una iglesia. De repente irrumpen unas pisadas pesadas seguidas de otras aceleradas. Pedro está absorto en su labor y hasta que no tiene al hombre a su lado, no levanta la vista. Es corpulento, con un gran bigote. Lleva una fusta en la mano y huele a vino.

-Niño, ¿dónde está el pintor? -le espeta con voz enérgica.

-En su despacho, con el cura, señor.

El hombre se precipita al interior con paso acelerado. Pronto tiene lugar una discusión que Pedro no llega a entender.

De repente, escucha:

-¿Quién es este santo tan serio?

Pedro no la ha visto llegar, pendiente de la disputa. Mira, con sus lindísimos ojos verdes, las imágenes aún sin concluir. Huele a flores desconocidas y besos prohibidos. La rotundidad de su talle, el vestido rojo y ceñido y la expresión sensual de sus labios contrastan maravillosamente con la severidad distante de las figuras del retablo.

-¡Niño! -le dice-. ¿No tienes lengua?

-Me gustaría pintarte.

-¿Cómo?

-Eres muy guapa.

La mujer rompe a reír ante la salida de Pedro. Es un piropo sencillo y hace algún tiempo que no escucha algo sin doble sentido ni malicia. Suspira y, mirando la imagen de santa Eulalia, responde:

-Yo no soy ninguna santa.

-Menos mal; entonces podemos casarnos.

Esta vez, la mujer le observa con detenimiento. Hay en la voz de Pedro una seguridad sorprendente, que no casa con su edad ni con la camisa llena de pintura.

-A ver, ¿tú quién eres?

-Pedro B. Aprendiz de pintor.

-¿Qué es eso de «B»?

-Mi apellido artístico. ¿Te gusta?

-¿Don Anselmo es quien ha hecho estas pinturas?

-Santa Eulalia es mía.

-Ah, pues he de reconocer que es la que más me ha gustado.

-El cura quiere que le cambie la cara. Dice que es demasiado bonita.

-¡Vaya! -dice ella, riéndose-. Yo convenceré a don José para que la deje. Es él quien paga el retablo.

-¿Don José es el que está ahora en el despacho?

-Sí. Le convenceré para que pintes su retrato. Es muy vanidoso.

-¿Eres su hija?

No. Soy su… amiga.

Aparece don José, hecho una furia, seguido del párroco, visiblemente inquieto. Ante la sorpresa de Pedro, don José coge un bote de pintura y la tira contra el retablo. El trabajo de meses, arruinado en unos instantes. Pedro se clava las uñas.

-¿Qué haces? -le dice la mujer-. ¡Esas pinturas son de Dios!

Don José la mira, con un desprecio que Pedro jamás pensó que alguien pudiera albergar hacia otra persona. Levanta la fusta y hace ademán de pegarle, pero algo lo detiene: Pedro se lanza contra él y lo tira al suelo. Se inicia un violento forcejeo entre ambos, ante el estupor de la mujer y el párroco. Entonces Pedro escucha la voz de Anselmo, tranquila como siempre, diciéndole:

-Pedro, suelta al señorito. No te arruines la vida.

Pedro tiene la costumbre de obedecerle y el hábito de respetarlo y no duda en concluir la pelea. Se levanta y dice:

-Don Anselmo, ha destrozado la pintura y quería pegar a esta señorita.

-Escucha, niño -le dice don José amenazante-, la pintura y la mujer son mías y hago lo que me da la gana con ellas.

Pedro lo mira y crece. Ante el espanto de quienes lo observan, dobla su tamaño y un furor de otro mundo inunda sus ojos.

-Necio, no sabes nada. Dentro de unos años me venderás tu alma y entonces suplicarás una clemencia que no voy a darte.

Y al instante, desaparece.

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