Creo que no aguantaré otro juego de palabras entre VAR y BAR sin que me estalle la cabeza como si fuera un zombi de «The Walking Dead». Ya basta. «Prefiero el BAR al VAR». Suficiente. «Voy al BAR a ver un partido arbitrado por el VAR». Entendido. En el principio fue el BAR, no el VAR. Está bien. Pero ya vale. Más allá de los juegos de palabras, opino que el VAR es al fútbol lo que el BAR a un monasterio cartujo. Sostengo que rendirse al VAR con la excusa de la justicia en el fútbol es como optar por un BAR de carretera como alternativa racional a la guardería.

Mantengo que un partido con VAR después de cada jugada polémica es como un BAR atendido por un camarero existencialista. Estoy convencido de que el VAR hará tanto daño al fútbol como la carta de aguas en un BAR. Pero, sobre todo, odio el VAR porque el Mundial de Rusia está cambiando la forma de los futboleros de ver el fútbol y, en especial, de celebrar un gol. Sherlock Holmes decía que no podemos gobernar nuestro corazón, pero sí nuestras acciones. Admitámoslo. Mi corazón, por ejemplo, estaba con el Egipto de Salah, y no con la Rusia de Cheryshev. Eso no se puede gobernar. Pero, en fútbol, las acciones tampoco se pueden gobernar, de forma que en un partido es más fácil pillar los gustos futbolísticos de un aficionado que a un vegetariano poco convencido en una boda. ¿Cómo se puede evitar gritar «¡gol!»? ¿Cómo se puede evitar levantar los brazos, saltar en el sofá, correr por el salón o deslizarse por el pasillo cuando nuestro equipo marca un gol? No se puede. O, al menos, no se podía hasta ahora. Porque desde la llegada, parece que para quedarse, del dichoso VAR, un gol no es un gol hasta que los supertacañanones del VAR dicen que es gol. Prohibido gritar «¡gol!» mientras el árbitro recibe instrucciones de HAL 9000, a no ser que estemos dispuestos a correr el riesgo de parecer imbéciles mientras celebramos un gol inexistente.

Prohibido levantar los brazos, saltar en el sofá, correr por el salón o deslizarse por el pasillo hasta que Matrix no apruebe el gol y el pinganillo del árbitro escupa la verdad incuestionable, pura, desnuda y aburridísima.

Gracias al VAR, todo en el fútbol ocurrirá unos segundos después de que haya ocurrido. ¿Gol? Esperemos a ver qué dice el VAR. ¿Penalti? Esperemos a ver qué dice el VAR. ¿Roja directa? Esperemos a ver qué dice el VAR. Esperar, esperar, esperar. El corazón del futbolero seguirá siendo ingobernable, pero sus acciones tendrán que ser gobernadas para no celebrar goles antes de tiempo o suspirar aliviado por un penalti no pitado. Es posible que, en el próximo Mundial, el VAR nos parezca un instrumento indispensable, de forma que los jóvenes futboleros mirarán con piedad a los que un día nos atrevimos a criticar ese invento diabólico.

Pero los que hemos crecido en un mundo futbolístico limitado por las decisiones de los árbitros («los límites del ojo del árbitro son los límites de mi mundo»), hablaremos con nostalgia de una época en la que un partido de fútbol no parecía la sala de operaciones de la NASA, había goles que no eran goles pero subían al marcador y los penaltis se discutían el lunes en el café. Todo eso se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia, y el VAR nos hará libres, sensatos y sosos, como una cerveza sin pincho en un BAR sin alma.