Una sensación de asco le produce a uno ver cómo el presidente Donald Trump se dedica día tras día a pisotear con gesto adusto y del más profundo desdén todo lo que nos hace humanos.

Asco también ver a su vicepresidente, ese personaje de pelo blanco que permanece mudo siempre detrás, asentir una y otra vez con la cabeza a las continuas barbaridades que salen de la boca de su jefe.

¿Cómo no sentir repugnancia ante esa camarilla de wasps (blancos anglosajones y protestantes) que sonríe mientras Trump se dedica sin el menor pudor a alabarse a sí mismo y a denigrar de paso a cuantos le precedieron?

¿Cómo aguantar, sin descomponerse, esa continua campaña de autobombo, esa interminable sarta de mentiras y de comentarios ofensivos o racistas sobre los inmigrantes?

¿Cómo no indignarse de ver cómo no tuvo Trump el más mínimo reparo en utilizar como rehenes a niños indefensos, tras separarlos por la fuerza de sus padres, para torcer el brazo de los demócratas en el Congreso?

Y sobre todo, ¿cómo es posible tamaña pasividad o impotencia por parte de los demócratas, a quienes sólo parece preocuparles todavía la influencia que los hackers rusos pudieron tener en la derrota de Hillary Clinton?

¿Cómo no se deciden todos aquellos políticos, demócratas o republicanos, a los que les quede todavía algo de vergüenza, a plantarle de una vez cara a ese ególatra de pelo teñido y decirle que, por mucho que haya sido elegido en las urnas, no puede comportarse como un déspota?

¿O es que no queda ya nadie con algo de coraje en aquel país?