Probablemente no exista una solución verdadera para la crisis migratoria, una de las grandes amenazas que penden sobre el viejo continente por la utilización que se está haciendo de la tragedia humana. En todos y cada uno de sus significados. Europa ya no es la tierra de promisión que espera a los inmigrantes para integrarlos en una cadena de trabajo regularizada como sucedió en otros tiempos; es «la vieja puta», que escribía Rafael García Serrano a toque corneta, que cierra fronteras y propone campos de concentración para alojar a las oleadas de desesperados que naufragan en pateras camino de una salvación que no existe pero que es, sin embargo, mejor alternativa que pudrirse hasta morir en los infiernos que les ha deparado la vida en sus países. Mientras paga la factura que la Historia le ha reservado, Europa no encuentra el modo de frenar el desembarco de los refugiados, víctimas de los traficantes y transportistas después de endeudarse en los lugares de donde provienen. Sus familiares, amigos y otros inversores contribuyen a costear su viaje a ninguna parte para que se abran paso y en el futuro poder contar con ellos. Es un círculo vicioso que, además, está lejos de cerrarse. Son cada vez más los que llegan gracias al ´efecto llamada´ y no hay una respuesta racional al problema. Les espera la incomprensión de quienes temen que les quiten los puestos de trabajo, por un lado, o la comprensión de los que los acogen con los brazos abiertos y acto seguido no saben qué hacer con ellos. Al hilo de estas dos posturas se teje una maraña de intereses populistas y demagógicos que enturbian la convivencia en las sociedades donde aún resiste el estado del bienestar.