En el preciso instante en el que uno cree que controla las riendas de su vida, aparecen los hijos. Los hijos se incorporan a nuestros días como el más tajante punto de inflexión que jamás podamos experimentar. Cuando se presentan, lo hacen para dejar impronta, para aportar un giro radical a nuestra trama vital. Los hijos nos transforman en una persona sustancialmente irreconocible. Un hijo, posiblemente, es la línea que, de manera más nítida, marca lo que viene a ser el antes y el después en nuestro devenir cotidiano. Un hijo viene a desestructurar, de arriba abajo, el tiempo que se nos ha dado. Y esta colisión de intereses, este rasgarse la vida, no siempre se presenta con las linduras de ´una veredita alegre con luz de luna o de sol´. Los hijos, en el mejor de los casos, vienen para sembrar discrepancias entre los padres y, en todo caso, para plantar su bandera sobre las lomas de tu espacio, tu ocio, tus hábitos y tu economía. Se configuran como unos pequeños intrusos que, emocional y jurídicamente, dependen de ti. Y no se crean que es, ni mucho menos, el deseo o la tendencia a amarlos lo que comienza a limar las asperezas de la nueva situación. La querencia aflora, precisamente, a través del roce y, sobre todo, con fundamento en esa profunda sensación de dependencia y de desprotección que, de repente un día, sin avisar, viene a posarse sobre tu entendimiento cuando los miras. Apreciar y experimentar esa necesidad indispensable que tienen de uno mismo es lo que comienza a transformar tu responsabilidad en algo que comienza a parecerse ligeramente al amor. Así, los hijos emergen como el único acontecimiento que, a lo largo de la vida, puede llegar a desbloquear y expandir hasta su límite más insospechado la capacidad de amar que, en mayor o menor medida, pueda generar nuestra persona. Por eso, los cuidados hacia ellos, ese estar pendiente, no sólo de su bienestar sino del más irrisorio detalle, ese perder el protagonismo de nuestra propia existencia para pasar a ser simples personajes secundarios de nuestros días, ese desprenderse de uno mismo para, sin esperar nada a cambio, volcarse en los hijos, modula nuestro modo de ser y nos hace más humanos y más sabios. No hay amor menos interesado ni más gratuito que el que se tiene por los hijos quienes, en la mayoría de ocasiones, ni entienden, ni valoran, ni agradecen. Posiblemente, a ningún adulto le aguantaríamos la más frívola de las impertinencias que, de vez en cuando, nos arrojan nuestros hijos. Ni siquiera a nuestra pareja. Pero ahí estamos los padres, apacentando canas y sosteniéndolos bajo cualquiera que sea la tempestad que se alce para hacerles frente. Es gracias a los hijos como mejor se aprende a amar a ciegas, sin un porqué. A partir de ahí, ninguna de las pérdidas o renuncias te duelen, como tampoco tus espacios, o tu ocio, o tu tiempo libre y, ni mucho menos, la economía. Porque, llegado ese momento, tú también te conviertes en dependiente. Y es por todo lo que les digo que, aunque se cumplan rigurosamente los presupuestos fácticos y procesales para ello, aunque no existan más vías probatorias que puedan aportar luz a la trama, si se archiva la instrucción judicial dirigida a dilucidar las causas de la inexplicable muerte de tu hija a orillas de una vía ferroviaria en Pizarra, los padres muestren su más completa, desmedida y tajante oposición. Tanto más cuando los hechos vienen plagados de infinidad de interrogantes sin respuesta. De repente, por un sablazo inesperado del destino, tu hija ya no está. Y no hay quien te dé respuestas ni explicaciones satisfactorias. Lo que ocurrió en Pizarra nos puede eclosionar a cualquiera. ¿Qué creen ustedes que se puede esperar de unos padres? ¿Acaso dejarlo estar? Esa actitud de insistencia y perseverancia frente a las investigaciones policiales y judiciales no sólo es legítima sino que es la que, de manera natural, debe esperarse. Lo extraño sería lo contrario. Acuérdense también de Marta del Castillo. No hay ni habrá día más terrible que aquel en el que la vida u otros azares nos los arrebaten de las manos antes de tiempo, el día en que ya no están.