Castigada por su política migratoria, Angela Merkel no pensaba presentarse a su cuarta reelección como cancillera alemana. En ese momento se cruzó en su camino el desfallecido seductor Barack Obama para recordarle que, con el mundo libre en manos de Donald Trump, era imprescindible el contrapeso de serenidad y equilibrio que aportaba la matrona democristiana.

La única función ejecutiva reseñable del Rey español consiste en proponer al candidato a la investidura a presidente del Gobierno. Después de su coronación tan fulgurante como inesperada, Felipe VI se estrenó en esta designación previa con el nombre de Rajoy, que rehusó la propuesta en un bofetón sin precedentes a su inmediato superior. El monarca bisoño tuvo que resignarse a avalar a Pedro Sánchez, que se estrelló contra el Congreso. Vuelta tras nuevas elecciones al entonces presidente del PP, que esta vez se dignó a investirse pero que no ha sobrevivido ni dos años, el mandato más breve en décadas de democracia. Y Felipe de Borbón se encuentra de nuevo cara a cara con Sánchez, bajo la variante fundamental de que ahora no lo ha programado La Zarzuela. Un primer ministro independiente, por si no bastara con el secesionismo catalán. ¿A quién puede sorprenderle que al Jefe del Estado español se le haya endurecido el gesto?

Así se llega en síntesis a la biografías paralelas de dos personajes ampliamente frustrados por el accidentado transcurso de su vigencia en el cargo, Angela Merkel y Felipe VI. Aunque solo sea a efectos de justificar el emparejamiento, se trata del Jefe de Estado español y de la Superjefa del Supraestado, la cancillera que impuso a rajatabla las consignas para capear el temporal de la crisis económica.

Ya solo falta demostrar el hartazgo de ambos. Abundan la pruebas indirectas, recabadas por cortesanos de Madrid y Berlín. Sin embargo, la mera contemplación de sus apariciones públicas ilumina el descontento de Merkel y Felipe VI, con mayor aplomo que la confidencia de un asesor lenguaraz. La iconografía emocional rinde frutos más feraces que el análisis tradicional. A falta de palabras, porque ninguno de ellos puede permitirse un mensaje público al respecto, las imágenes recientes de estos dos gobernantes capitales para España muestran evidentes muecas de disgusto con la situación que contemplan a su alrededor.

La ironía territorial ha querido que los semblantes cariacontecidos, así como los envejecimientos súbitos, de Felipe VI y Merkel provengan de los desplantes recibidos desde comunidades periféricas. De catalanes y bávaros, respectivamente. Los dirigentes de la Generalitat de Cataluña y del Freistaat o Estado Libre de Baviera fueron aliados indiscutibles de la monarquía, y de la mayoría de derechas en Alemania. Un conflicto de competencias y una generosa política migratoria han llevado la convivencia con las porciones más pujantes de ambos países a los bordes del estallido. En suma, otra entrega de las riñas por la identidad. El «narcisismo de las pequeñas diferencias» de Freud sigue generando problemas que multiplican su enunciado apenas inofensivo.

Cada foto de Merkel parece a punto de llorar. La interpretación menos dolorosa de las imágenes de Felipe VI, durante la inauguración de los Juegos del Mediterráneo en Tarragona, es que desearía estar en cualquier otro sitio. Su hundimiento irascible en el calvario del palco contrastaba con la entereza todavía sin desgastar de Pedro Sánchez, que le servía de amortiguador respecto de un Quim Torra instalado en la cómoda ambigüedad. El segundo Rey prefirió la formación al carisma, y salió cruz.

La primera pregunta que cabe plantearse ante un gobernante, o ante un electrodoméstico, es cuánto va a durar. La atención a la caducidad ha subido en enteros tras la fulminante destitución de Rajoy. Una renuncia de Merkel, ejecutada por los bávaros tras un pacto inviable, es tan probable que cabe exigir que no se produzca antes de que estas líneas vean la luz. Ningún síntoma de gravedad equiparable enturbia el horizonte de Felipe VI. Sin embargo, hay que despreciar los dictámenes de los expertos que se pasaron la primera mitad de 2014 anunciando que Juan Carlos I se encontraba en perfecta forma para mantenerse en el trono.

Así en Merkel como en Felipe VI, la perspectiva malévola de un descabalgamiento debe compensarse con la materializació de su decepción en un abandono. Si sirve de precedente, el Rey premió con una respuesta reveladora la feroz pelea entre su madre y su esposa, en puertas de la catedral de Palma. Dejó a su Familia plantada en la comida de Pascua, y se fue con su amigos a un restaurante.