Si algo tuvo de bueno el 15M fue remover nuestras consciencias y poner en solfa el régimen del 78. No me malinterpreten, estos cuarenta años de democracia han sido los mejores de la historia de España en términos económicos y sociales, pero todo andamiaje necesita de reformas y rehabilitaciones y los mismos que lideraron ese proceso de convergencia de la dictadura a la democracia seguían mandando en diversos órdenes hasta hace muy poquito. El cambio generacional se está produciendo poco a poco, y no sólo en los primeros puestos de la línea política, sino también en el mapa español de partidos: de dos formaciones principales, PSOE y PP, hemos pasado a cuatro con Podemos y Ciudadanos. Se han acabado las mayorías absolutísimas y eso no es esencialmente bueno, pero tampoco es malo si nuestros políticos se acostumbran a hacer grandes coaliciones de gobierno a la alemana, porque como demostró la Transición, en el consenso está la virtud. De hecho, los referentes de aquellos años, Santiago Carrillo, Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado, y Felipe González y Alfonso Guerra, en menor medida, fueron grandes componedores, que diría Pilar Urbano, tan denostada como admirada. El problema, decía, es que hay algo que sigue siendo uno de los principales males de nuestra democracia: los partidos siguen funcionando como grandes agencias de colocación para según qué puestos y las grandes familias de siempre, por lo menos en Málaga, continúan copando puestos por amiguismo o enchufe. La meritocracia nunca estuvo, salvo en la empresa privada, ni se le espera, según parece, según vemos periódicamente en el enjuague de puestos y el mercadeo de carguitos que siempre acaban merendándose los de siempre. No diré nombres para no despertar heridas, pero no basta con presentar mociones en los plenos para quedar bien cuando luego se le dan puestos a dedo a personas que en la empresa privada habrían acabado muriendo en la orilla. La competencia y el currículo son hoy dos palabras que se mencionan con frecuencia en el ámbito privado, pero muy poco en el público, con dedazos constantes según afinidades ideológicas y en eso nadie está libre de culpa. ¿Cómo puede arreglarse eso? Parece complicado, entre otras cosas porque los mismos beneficiados son los que orquestan el sistema. También se marca la agenda y se desvía la atención de lo esencial, de lo importante: nos apuntamos a trasladar los restos de Franco pero muy poco a hablar de empleo juvenil o del verdadero problema del país: cómo vamos a pagar la deuda heredada de la crisis. Hace poco, no recuerdo qué economista de renombre dijo que España estaba prácticamente en bancarrota, que es un país lastrado por el débito de miles de millones de euros a los mercados y eso, antes que después, nos estallará en la cara, como ya pasó con el boom del ladrillo. Ese asunto es importante, porque de ello dependen la sostenibilidad de servicios públicos esenciales como la educación o la sanidad, que han sido los recortados en estos años, en lugar de centrarnos en instituciones que ya no sirven para nada como diputaciones o mancomunidades orientales, occidentales y siderales. La fiesta debería haber terminado ya.