Iba en el autobús muy temprano. O sea, las doce y pico. Lleno. Y pensé, de pie y agarrado a un barrote (¿se llaman barrotes?) lo que pienso siempre que voy en un autobús. Lo típico: qué de vidas hay, cuántas conversaciones, cuánto se aprende, qué fuente de inspiración y de conversaciones es un autobús. Es maravilloso pegar la oreja y poner atención. Eso iba pensando cuando de repente oí mis propios pensamientos. Temí haberlos verbalizado en voz alta. Miré de soslayo. No sé qué es soslayo pero es una palabra que viaja conmigo últimamente. También en autobús. Soslayo se ha sacado un bonubús. Miré, digo, y me quedé más tranquilo: nadie reparaba en mí. Entonces noté algo raro. No oía ninguna conversación. Nada. Silencio. Siempre pensando en que en los autobuses late la vida, que la gente habla, que oír conversaciones es muy enriquecedor y entretenido y resulta que lo único que latía era algún móvil alertando de un whatsapp. Nadie hablaba.

El vehículo se detuvo en una parada. Bueno, lo raro sería que se detuviera donde no hay parada. Abrió las puertas. Subieron cuatro viajeros. El más joven llevaba una camiseta en la que se leía «Valle Inclán World Tour 1924». Silencio. Tras un notable esfuerzo, que un cronista más generoso tildaría de sobresaliente, lograron hueco. Y se pusieron a hacer lo que estaba haciendo todo el pasaje: callarse. Seguir callados, mejor dicho.

Me entraron unas ganas terribles de hablar. Comenzaron a pitarme los oídos. Me pitó el esófago. Me pitaban los meñiques. El pitar todo es empezar. El autobús dio en internarse por unas calles que no me sonaban de nada. No había letreros. Ni rótulos. No se veían viandantes ni biciclistas, ni mediopensionistas, ni filatélicos, ni poetas decadentes. Nada. Ni siquiera un astronauta, un señor de Móstoles o un mecánico de relojes. Tampoco caracoles ni sustantivos. Ni siquiera comerciantes, concejales, minifaldistas, mesitas de noche o líderes de opinión. Los escaparates estaban como tapiados. Percibí que otro viajero se me arrimaba más de lo normal. Me introdujo un papel en el bolsillo. Iba a mirarlo cuando vi que a una chica que estaba a un metro de mí se le caía de la mochila una conversación. Quise cogerla pero no podía agacharme al estar rodeado de tanta gente. La conversación rebotó un poco y se posó en las caderas de un adolescente que estaba embebido, absorto, en un libro. No le hizo ni caso. De ahí paso al bigote de un señor con bigote que la espantó como se espanta (no hombre, no, no voy a poner una mosca). Como se espanta un diagnóstico adverso, un dardo o el avión de papel que te lanza un niño de tres años. O cuatro. Esta conversación se va a perder, me dije a mí mismo. Varios viajeros trataron de atrapar la conversación, lo cual -la caza fallida- bien podría haber dado conversación al resto. Pero nada.

El autobús dio un frenazo. En un cuento sobre un autobús siempre hay que meter un frenazo, siempre que no sea un frenazo narrativo. Se abrieron las puertas. Caí. Caí a la calle como cae un saco de patatas de tres kilos y setecientos treinta gramos cuesta abajo. Saqué el papel del bolsillo, claro. Ponía: «Camarada, hay conversación hoy en el piso franco de la calle Desastre. No faltes». Me tragué el papel. En silencio, claro.