Da vergüenza ajena ver cómo algunos jefes de Gobierno de la OTAN trataban desesperadamente el otro día en Bruselas de captar la atención de Donald Trump.

Y cómo el déspota de la Casa Blanca les dirigía una mirada entre la condescendencia y el desprecio, como si no mereciera la pena hablar con enanos. ¿Es así como se trata a los aliados?

A unos aliados a los que se les exige ahora no sólo que cumplan con el ya de por sí difícil compromiso de invertir el 2 por ciento de su PIB en defensa- ¡qué más da lo que ocurra con el gasto social! - sino que doblen incluso ese porcentaje.

Y sólo porque se le antoja al presidente de un país que se dedica irresponsablemente a alimentar tensiones -véase lo que ocurre con Irán- para exigir luego que otros apaguen el fuego. ¡Menudo negocio!

Alemania, la gran bestia negra de Trump, se ha convertido, según él, en «cautiva de Rusia», de la Rusia de Vladimir Putin, el autócrata con el que ahora va a entrevistarse sin haber consultado siquiera a sus aliados.

Trump se comporta en todas las reuniones con sus socios como el matón del patio de recreo, al que todos temen, pero tratan al mismo tiempo de halagar a ver si así les perdona la vida.

El presidente de Estados Unidos es ante todo un hombre de negocios sin escrúpulos que recurre con los aliados a las misma tácticas que antes empleaba para achantar a sus competidores del sector inmobiliario.

Ahora quiere vender a Europa el gas de esquisto estadounidense y ve en el gas ruso un competidor. De ahí sus intentos de impedir la construcción del gasoducto Nord Stream 2, que uniría a Rusia con Alemania a través del Báltico.

Un proyecto en el que están especialmente interesados Moscú y Berlín, pero que despierta fuerte recelos en Ucrania y otros países postcomunistas.

Y Trump, dispuesto siempre a dividir y nunca a construir, ha visto allí una nueva oportunidad de sembrar cizaña entre los europeos. Divide y venderás, es su divisa.