Lugar: calle Zegrí. Época actual.

Ha muerto un magnolio. Así reza su epitafio, redactado con la aséptica prosa del lenguaje administrativo: «En los últimos años se ha ido acelerando el proceso de decaimiento del árbol, habiendo desaparecido la mayor parte de las ramificaciones que conforman su estructura aérea (€) configurándose la copa definitiva por un escaso número de ramificaciones terminales, confiriendo una muy escasa vitalidad. Parece lo más aconsejable llevar a cabo su sustitución. Firmado: el técnico municipal».

Tal canto fúnebre siembra dudas razonables sobre las causas del desenlace entre quienes no estén familiarizados con el tono funcionarial, pero en realidad resulta de una claridad cristalina. En román paladino: se han cargado el árbol mediante la sistemática destrucción de sus ramas hasta que el ejemplar no ha aguantado más. Ay, el cine proporciona bonitos títulos pero las plantas están hechas de madera mortal, no de acero.

Otro magnolio llora a unos metros la muerte de su gemelo. Lozanísimo y profusamente ramificado desde su base, se pregunta quién ha convertido a su compañero en el triste espantajo de los últimos tiempos, en un tronco recubierto de muñones donde un día hubo extremidades. Juntos nacieron y prosperaron, qué distinto ha sido su destino. Gime: ¿Quién te mutiló de esa forma, hermano? Sus lamentos quedan acallados por una potente voz acusadora que proviene del vecino Teatro Romano. En cartelera: Medea, de Séneca. La protagonista reprocha a Jasón: Tua illa, tua sunt illa. Cui prodest scelus, is fecit. «Tuyos, tuyos son mis crímenes. El que recibe el provecho de un crimen, ése es el que lo ha cometido». Mientras, el tocón desaparece entre mesas, sillas, toldos y toneles.