En estos tiempos en los que cuando se habla de algo siempre hay alguien que no solo sabe más, sino que te rebate (normal), se ofende (preocupante) y te pone verde en las redes sociales (qué le vamos a hacer), uno duda si zambullirse en hechos y lugares que recuerda de forma incompleta, inexacta y, casi con toda seguridad, equivocada. Esta valentía veraniega que me ha dado con La Valpeñense no me la explico bien, creo que es atribuible a esa rarísima nostalgia cuyo sustento es impreciso, que nace del recuerdo de los lugares que se han frecuentado poco o los libros que no se han leído, puede ser un intento de viajar en el tiempo a sitios que no echas especialmente de menos pero te quedaste con las ganas de visitar siquiera un par de veces más. Únase a esta sensación la extrañeza que me ha supuesto entrar en internet y no encontrar la más mínima referencia a La Valpeñense. ¿Es posible que haya algo que no tenga su reflejo en la red? Parece que sí, y aunque no me cabe duda de que alguien habrá subido una foto del bar en algún foro de la Málaga antigua o conoce a quien la frecuentó, no se solivianten: es maravilloso que haya sitios tan suyos que desdeñen lo virtual, que no necesiten los bits y la fibra óptica para haber existido.

El caso es que La Valpe —así la conocí yo— estaba nada más y nada menos que en la calle Cinco Bolas, la única del callejero malacitano cuyo nombre no contiene letras, sino que es un sencillo pictograma en relieve con cinco bolas de distintos colores. Hay hipótesis para todos los gustos sobre este hecho, desde que se tratase de un homenaje a la victoria cristiana a que sirviera como indicativo de actividades de prostitución. De cualquier forma, esta calle estrecha que comunica la de San Juan con calle Nueva es una delicia del trazado antiguo de la ciudad, y en ella, junto a la iglesia de San Juan, se encontraba la taberna.

Tenía yo por aquel entonces varios amigos artistas (músicos, escritores, pintores) que bien podrían protagonizar una novela sobre beatniks malaguitas; los había de todo talento y condición, si bien nos unía, por encima de escuelas e influencias, dos cosas: la juventud y la falta de dinero. Como más de uno y una ya era fan acérrimo de Baco, resultó La Valpe el sitio perfecto para reunirse, pues allí tomarse una birra o unas copas de vino resultaba muy pero que muy económico. El bar era de los antiguos: barra de madera plagada de muescas, camarero taciturno y parroquianos que más parecían muñecos de cera. Oscuro (por no decir lóbrego), con un aire tremendista y a la vez cotidiano, ir a La Valpe era para mí un ejercicio de complicidad con mis colegas, ya que nunca me acabé de sentir cómodo entre sus paredes. Por otro lado, me parecía un lugar con personalidad, ajeno a modas y que cobijaba a seres rotos, meditabundos, que difícilmente podrían encajar o siquiera entrar en otros bares del centro. Más que un negocio, La Valpe era un refugio.

Estoy seguro de que lo conocí en sus tiempos bajos, de que tuvo antes momentos de esplendor y de que muchas personas guardarán un recuerdo diferente de él; pero si las cosas cambian, los bares mucho más, se adaptan como camaleones a los gustos y exigencias del público soberano, que los encumbra de un modo tan festivo e inexplicable primero como los sentencia de una forma cruel e igualmente misteriosa después. Para mí sí es de agradecer que bares como La Valpe abran, se llenen, decaigan y cierren y que no se conviertan en esos engendros hipster donde te cobran por una birra lo que el escritor maldito que iba allí no se gastaba en un mes de borrachera constante.

Hay muchas Málagas ocultas, otras imaginadas, terribles, cómicas o lujuriosas. Una de las ciudades más antiguas de Europa tiene mucho que contar y más que callar: La Valpe fue una taberna malacitana honrada, con sus pendencias y risas, donde se ofrecía un buen vaso de vino a un buen precio. Qué fácil y qué difícil.