Tranquilidad casi paternalista. La derrochó Pedro Sánchez anteayer, ya definitivamente en presidente, en su primera comparecencia en el Congreso para presentar un programa de gobierno sin oportunidad electoral de haber sido presentado antes.
Intuyo que esa serenidad que no resulta aparente, en algunos momentos pareció verdadera pachorra, es el regalo de la derrota. Sánchez ha perdido tanto y tantas veces, antes de haberse convertido en el primer candidato que sale victorioso de una moción de censura en la historia de nuestra democracia, que es muy probable que haya aprendido a ganar. Porque Sánchez ha ganado.
El pretendido hombre de paja para la parte de su partido que todo el mundo sabe, el que no parecía fiable por su cierta ambigüedad, el ninguneado por su aparente incapacidad y por la capacidad para ningunear de algunos poderes mediáticos, incluso el anémico dirigente que no terminaba de ser líder de un PSOE al que se le escapaba la sangre sondeo a sondeo hasta hace pocos meses, está gobernando el país. Y quien primero sabe esto y más, en carne propia, es el propio Sánchez. Se le nota tanto...
Tiene poco que perder porque ya lo había perdido casi todo. Pero, sin embargo, aún tiene mucho que ganar. En el debate estuvo, incluso, cariñoso con el embravecido Hernando. El portavoz del PP está -como todos en el PP y el PP mismo- en el alero del PP, hasta que se firmen las que serán capitulaciones, y no precisamente matrimoniales, del congreso popular del próximo sábado (la segunda acepción de la RAE las define muy bien: Convenio en que se estipula la rendición de un ejército, plaza o punto fortificado).
La escuálida representación de ochenta y pocos diputados socialistas en un hemiciclo de 350 obligan a Sánchez a echarle cuenta y a dedicarle más tiempo del previsible hasta a la representante de Bildu. Ni un voto posible le sobra a la hora de sacar adelante un proyecto de ley, porque ni por decreto se pueden resolver ciertas cosas, como está comprobando en el espinoso asunto del nombramiento del presidente de RTVE.
Fue en el ámbito de la televisión pública nacional, precisamente, donde se aplicó una de las mejores cosas que impulsó el denostado Zapatero, hacer depender del parlamento y no del gobierno ese nombramiento. Aunque, curiosamente, aquella decisión no se aplicó en las televisiones autonómicas (ni en las gobernadas por el PSOE, algo que prometen cambiar los ya mal llamados partidos emergentes). Hace un mes se clamaba por la necesidad de reformar el consejo de administración de TVE, por ejemplo, cuya representación no reflejaba al parlamento actual, pero el consejo de administración de Canal Sur lleva caducado desde 2014 (ni Podemos ni Ciudadanos han presentado o consensuado, por tanto, ninguno de esos representantes que siguen actuando en funciones, para entendernos).
Es verdad que los equilibrios para «contentar» a los independentistas catalanes -que ya no se conforman como todavía el PNV con más y más dinero de todos- son extenuantes. Ése es un campo minado donde, si Sánchez pisa mal, podría perder su actual holograma de hombre de Estado. Pero si no cede en lo mollar, si sigue con esa pachorra esquivando el lanzamiento de longanizas envenenadas, aunque fracase en las votaciones parlamentarias, podría volver a ganar con sus derrotas.