El mar comienza frente a mi ventana. Como en aquel extraordinario poema de José Emilio Pacheco: «Digamos que no tiene comienzo el mar./ Empieza donde lo hallas por vez primera/ y te sale al encuentro por todas partes».

Por eso para mí el mar empieza aquí, en la esquina Sur del Mediterráneo, tan cerca de donde se abraza con el océano Atlántico que es posible percibir la mezcla de sangres de sus aguas, y toda mi vida y todo mi mundo ha estado siempre marcada por este mestizaje salobre, por esta cadencia como de oleaje.

Yo tuve la suerte, la inmensa suerte, de que me nacieran frente al mar y en la orilla buena, en la orilla donde nunca tienes hambre, sino apetito («hambre que espera hartura/ no es hambre ninguna», dicen los viejos del lugar), y tampoco tienes el miedo instalado permanentemente en la piel, como un tatuaje. Sí, tuve la fortuna de ir a caer en la orilla vivible, pero los días claros me es dado, desde la ventana, ver la otra orilla, la de la gente que tiene hambre y miedo, la de quienes están tan desesperados, tanto, que arriesgan sus vidas y las de sus hijos echándose al mar en cualquier cosa que flote, a manos de piratas, con tal de tener una oportunidad de vivir.

Y a veces, allí donde lo hallan por vez primera, el mar les sale al paso y se los traga, como un dios terrible. Este mar al que van a dar nuestros ríos y nuestras vidas y nuestros versos de pie quebrado a veces se lleva al fondo las almas que le salen al encuentro y he intuido que la sorda letanía de las olas es en realidad una enumeración de nombres, la larga nómina de los ahogados que el mar repite para no olvidar a ninguno. «No esperaba la luz que se vinieran abajo los minutos/ porque distraía en el mar la nostalgia terrestre de los ahogados», dice Rafael Alberti en «El ángel de las ruinas».

No hay mucho que remar de una a otra orilla, pero entre ambas distan acaso dos mil años. Los que consiguen llegar hasta aquí tocan a la puerta con un martillo de necesidad. Nosotros, por una rendija, con mirada salvaje de animal que desconfía, medimos sus intenciones. No nos percatamos de que algunos han visto a sus hijos ahogándose en la madrugada viva de un día cualquiera, y les cerramos el paso. El mar oculta a los ahogados en su pecho y luego arrastra su sombra hasta una muda bandera blanca que nadie quiere enarbolar.