Me dijo el médico que había dos clases de personas: las que se llevaban bien con su aparato digestivo y las que no. Yo le dije que había otras dos clases: las que dormían a pierna suelta y las que padecían insomnio. Puestos a clasificar, apuntó él, habría que distinguir también entre las monárquicas y las antimonárquicas o entre las partidarias del lenguaje inclusivo y las de la gramática excluyente, etcétera. No dijo etecé, dijo etcétera con todas las letras, porque se ve que estaba a favor de esta modalidad reducida de la expresión. No había nadie en la consulta.
-Están todos los enfermos en la piscina -aclaró-. Hay gente que odia las piscinas y gente que las adora. El mundo está dividido entre los primeros y los segundos.
Imaginamos a un tipo que, además de llevarse mal con su aparato digestivo, tuviera insomnio y fuera partidario de la gramática excluyente. Las combinaciones, una vez lanzadas tres o cuatro dicotomías, eran infinitas. Había asimismo personas que eran partidarias de dos tendencias incompatibles entre sí. Juan Carlos I, por ejemplo, el Rey emérito, era simultáneamente monárquico y antimonárquico, como se desprende de su afán de destruir la institución al tiempo de apuntalarla. En realidad, casi todas las monarquías llevan en sus entrañas una república a la que tarde o temprano dan a luz.
-¿Tú eres monárquico o antimonárquico? -le pregunté.
-No he pensado en ello -dijo.
Es uno de esos médicos que no se comprometen ni con los diagnósticos. De hecho, llevábamos veinte minutos de charla y aún no me había dicho qué le pasaba a mi aparato digestivo,
-Bueno, ¿y qué es lo que me pasa? -pregunté al fin.
-Eso lo sabrás tú mejor que yo.
-Yo no soy médico -me defendí.
-Pero tu cuerpo sabe. Pregúntale a él.
Llegué a casa agotado por el calor y fui a darme un baño a la piscina de la comunidad, donde encontré a mi mujer.
-Pero si tú odias la piscina -dijo al verme.
-La odio y no la odio -me defendí.
El agua sabía a cloro.