Una consulta a mi guía de aves me saca de dudas: Sylvia melanocephala, curruca cabecinegra. No iba yo muy desencaminado al identificar el pajarillo que acabo de ver en mi calle. «A menudo pasa el tiempo desplazándose entre las ramas bajas de matojos y arbustos, incesante en su atareada vida», leo. La situación descrita es exacta a la que acabo de contemplar, y el escenario, el patio delantero de uno de los edificios del vecindario. El librito añade que el hábitat de esa especie es el matorral mediterráneo, por lo que el descubrimiento del ejemplar en plena ciudad me hace esbozar una sonrisa. Lo bueno de la historia es que ese patio era antes una superficie solada, inhóspita y sin vegetación alguna, hasta que la casa fuese adquirida por nuevos propietarios hace muy pocos años. Su llegada generó una transformación prodigiosa: surgió un vergel de la nada donde antes sólo había un erial calcinado por el sol de la tarde. A la sombra de una joven mimosa crecen ahora decenas de plantas que alegran la mirada al peatón y, a la vista del hallazgo, también a los volátiles.

He visto a la curruca en más ocasiones por lo que sospecho que el patio -ahora jardín- de mi vecino se ha convertido en su residencia. Me sorprende la facilidad con la que la vida reclama su heredad a poco que se facilite la tarea, y fantaseo con la posibilidad de que la Administración tome el testigo que le pasa un hacendoso ciudadano que ha transformado 20 m2 de solar, haciendo lo propio a escala metropolitana.

Mi guía también me informa sobre los hábitos alimenticios de Sylvia melanocephala: insectos. Miro lo que han hecho los mosquitos tigre esta noche con mi pierna y me alegro por mi vecino, que ha visto recompensada su acción con un insecticida gratuito.