Pude conocerlo en Bonn, aquella risueña ciudad de la Renania. La que nos recordaba el título de una de las primeras novelas de John le Carré: «Una pequeña ciudad en Alemania». Allí tuve el honor de saludar al príncipe Hubertus de Löwenstein. Gracias a mis amigos Alexandra y Hilmar Fehér. Un amabilísimo matrimonio alemán, enamorado de España y de la Costa del Sol malagueña. Unos muy queridos personajes que fueron durante muchos años indispensables en el mundo de la cultura y de la diplomacia en Bonn, la entonces capital de la República Federal de Alemania.

El 23 de abril de 1980, Hubertus Prinz zu Löwenstein presentaba en un salón de Bonn el que sería su penúltimo libro, «Rom Reich ohne Ende». Un elegantemente erudito «tour d´horizon» por la historia del Imperio Romano. El autor no sólo era un espléndido historiador. Para aquella docta y muy civilizada audiencia el príncipe representaba una leyenda gloriosa, que aportaba lucidez y luz a la sombría reciente historia de Alemania. El príncipe provenía de una gran familia, en la que se entrelazaban los nombres de tres ilustres dinastías germanas: Löwenstein, Wertheim y Freudenberg. Hacía ya muchos años que al joven príncipe le había aconsejado su padre que por encima de todo se mantuviera alejado de los políticos. Para aquel ilustre patricio la política era algo poco recomendable para un caballero. El joven príncipe no le hizo caso.

Ya él era entonces un enérgico defensor de la República de Weimar, en los turbulentos años entre las dos guerras mundiales, comprometido con los valores éticos de aquel intento de reconducir la compleja realidad de la nación alemana por una senda de democracia y libertad, en una encrucijada especialmente compleja. En su tesis doctoral, comenzada en 1929, era visible en el joven autor una intensidad ideológica que rayaba con la pasión. Fue aquella tesis -«Una Constitución para la Alemania del futuro»- un lúcido y muy ácido estudio comparativo del movimiento fascista italiano visto desde la constitución de Weimar.

En julio de 1930 publicó un durísimo ensayo, «El Tercer Reich», en el Vossische Zeitung, el periódico más prestigioso de Alemania. En ese texto vaticinaba que el nazismo, cada vez más cerca del poder, terminaría arrastrando a Europa y Alemania al desastre. Su publicación convirtió a su autor en una celebridad. Y le marcó ante los nazis como un peligroso enemigo que debería ser castigado y neutralizado con la máxima severidad. Su patriotismo, su inteligencia y su honestidad intelectual le habían obligado a denunciar aquella envenenada mixtura de racismo y nacionalismo populista que amenazaba convertir a la civilizada y culta Alemania en un infierno.

Así fue. La Alemania de Goethe y Schiller dejó de existir con el triunfo de Adolf Hitler en las elecciones de 1933, apoyado por las derechas más correosas y miopes de la época. El príncipe se adelantó a la Gestapo y pudo huir con su esposa a los Estados Unidos. Allí nacieron sus hijas Maria Elisabeth y Konstanza Maria. Después de las catástrofes de la guerra, Hubertus de Löwenstein y los suyos regresaron a Alemania. Sirvieron abnegadamente y con amor a su país natal, moral y físicamente en ruinas. En aquella sala llena de público era obvio que muchos veían en aquel anciano luchador por las libertades y el honor de su patria a un gigante, a un símbolo de la mejor Alemania.

Guardo como un tesoro la dedicatoria de su libro. Me trató como a un buen amigo. Según sus palabras, como a un amigo de Hispania, «una de las hijas más nobles del Imperio de los Romanos». Me habló con un cálido respeto de España, en la que había estado en 1937. Me confesó que le fascinaba nuestro proceso de transición a la democracia. En el mes de noviembre de 1984 falleció Hubertus Prinz zu Löwenstein. Un gran alemán y sobre todo un gran europeo.