La leyenda cuenta que Dios condenó a Willem van der Decken a navegar eternamente sin poder volver a puerto. El capitán había hecho un pacto con el diablo para surcar los mares desafiando los retos naturales divinos. Así nació el mito del holandés errante que ahora encarnan los catalanes fugados. Podrán vagar por Europa, con cuidado de no pisar Francia, por si acaso, pero no volver a España para no tener que arriesgarse a ser detenidos y juzgados por rebelión. Pero es sólo una anécdota. La consecuencia de la retirada de la euroódernes, que ayer hizo efectiva el juez Llarena, denota un fracaso y revela una humillación del Estado. Anticiparse a lo que puedan considerar Bélgica y el Reino Unido, tras el pronunciamiento alemán, sin plantear batalla en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, proyecta sobre este enojoso asunto la sombra del temor a un nuevo varapalo que sembraría nuevas dudas sobre la actuación judicial española. No es que los argumentos del Supremo no sean razonables ni razonados, los magistrados alemanes de SchleswigHolstein no son nadie para entrar a juzgar unos hechos que podrían haber quebrantado el ordenamiento constitucional español. Tendrían que haberse limitado a aplicar el manual de la euroorden. El problema, que afecta a la confianza jurídica entre los países socios de la UE, es que no existe un verdadero espacio político común. La Europa de la unión es la misma Europa de los mercaderes de siempre. No está ni a medio hacer, falta una conciencia moral que permita interactuar confiadamente entre los socios. A uno de ellos ni se le admite como delito la flagrante rebelión de unos golpistas para que pueda defenderse juzgándolos. Parece otra condena divina, como la del holandés.