Le estaba quitando la máscara al dibujo. Sereno, hábil, concentrado en como el agua desvelada el negro en distintas tonalidades. El pintor enmarcado en la ventana del estudio, abierto en el papel y también a los pájaros meciendo sus silbidos en la tarde del aire, un relámpago de color colándose en el dibujo desenmascarado. Si en lugar de contarles esta escena con palabras lo hiciese con carbón graso, sobre un Saunders waterford de 300 gramos inglés, estaría usted viendo, libre de ácidos, cien por cien algodón y con su correspondiente barba, una pintura sutil de José Luis Puche. Uno de los palimpsestos que el artista trabaja capa a capa, jugando con los dibujos rotos que se han ido sucediendo dentro del dibujo haciéndose a sí mismo. Huellas borrosas, ruido de sombras, testigos del agua -su ayudante, la define cómplice con la mano abierta donde la sujeta en rociador como arma- que destruye y le abre nuevas texturas, contornos y posibilidades.

Pinta lo suyo el agua, habitualmente en dripping desde una brocha gorda en vertical en su propósito de que el vestigio del rastro y lo insólito se conviertan en bruma. La atmósfera Puche, naturaleza fotográfica, sujeto pictórico. Presente en las 29 narraciones plásticas de la exposición en el CAC Málaga, hasta el 26 de agosto, Como nieve que baila. El título que podría serlo de un poema o de una película -tienen sus imágenes mucho de cine en su vientre: David Lynch, Jarmusch, Egoyan, Cronenberg- que a veces son, igual que esta muestra, el regalo de un conjuro porque nunca ha visto este malagueño los cristales de hielo abrigando el paisaje de blanco.

Nieva Debussy, su músico de fondo en oasis, bailando encima de los personajes al agua, sentimentales, iconográficos, en ámbitos fronterizos de los años 50 donde son criaturas en negro y blanco protagonizando la secuencia de un relato congelado fotográficamente. Suceden el desasosiego y la calma, lo simbólico y lo realista. El enfoque lumínico con tonalidades medias del gris, el foco en dirección lateral o en contra desde fuera del cuadro. Sinónimo del cine negro con el que Puche conversa mediante la acción de sus dibujos como movimientos de cámara. Está de acuerdo, dice que en sus piezas construye a veces la sombra de un personaje fuera del plano. Lo mismo que busca las perspectivas menos convencionales para dilatar el espacio que determina la respiración de un cuadro. Se lo enseñó Rubens en una iglesia de la vía del Corso. En Roma aprendió también a jugar con la ilusión al estilo de Borromini, sólo que a él no le gusta hacer trampas. Se ve en el fantástico mural El nombre de los pájaros, donde un hombre feliz besa a un burro y dos figuras trajeadas de antifaz otean un thriller entre los maizales. Más de un visitante del CAC se interroga sobre si esa pieza encaja en el puzle al que pertenece la del policía alumbrando de linterna el erotismo en lencería de dos sospechosas, junto a un coche patrulla bocarriba su cadáver.

Me gusta este joven pintor de actitud científica y musical con el arte. Su talento es grande, atrevido en lo poético, arquitectónico en vuelta de tuerca en la mirada, humilde, culto. Nombra a Leonardo para subrayar que la naturaleza no da la imagen perfecta, y entonces es necesario pensar para soñarla. Es lo que nos distingue de los animales, el saber dibujar. La idea de Antonio Filarette, otro de sus maestros en ese gesto amante de la mano que define la sabiduría, lo armónico, la certeza. Estoy de acuerdo. El dibujo no miente, es la espontaneidad íntima del arte explorando la esencia. Lo demuestra Puche, honesto autodidacta, experto en los collages de los fragmentos, de los escombros y de los felinos que albergan siempre los barrios. Lo que más le gusta de su cuarto estudio en el segundo más superpoblado de Europa y al que acude en bicicleta pasándole revista al mar de primera mañana. Despierto a la caza de imágenes, la preferencia de la mirada moderna que lo convierte en un flaneur del dibujo para quien el azar es otro protagonista en su obra. La magia de lo imprevisto que le priva del dominio, de la zona de confort, y provoca que el dibujo crezca o se termine en un guiño secreto consigo mismo.

Mueve las manos como erupciones serenas de un volcán dormido al que de repente se le ha despertado la memoria. Una mujer desnuda, a la que le hizo la reserva con plástico del tono marmóreo de la piel veteada en mármol, se despierta poco después en los dos metros del bastidor en el que ha ido naciendo y le descubre que una rebelde gota de carbón ha manchado la sensualidad de su Modigliani en un motel americano. A la mierda el trabajo contra el que siempre funciona un café en Lucy. Al volver, desde lejos, el hallazgo de la belleza -en la anatomía en curva de la espalda- de la herida enigmática de un tatuaje. El destello del nombre del cuadro en ese instante. Más tarde, a Antonio Banderas le sugerirá Tatoo el inicio de una película. Lo accidental cuenta. Es la equis perfecta entre el alfa y omega que para José Luis Puche es el dibujo.

Lo pop, lo onírico, la crítica social, su padre en los 35 metros de escalera en contrahuella del Centro Pompidou Málaga. Un reto conseguido al que pronto le seguirá el de los 8 metros de la pared frontal del Teatro del Soho en el que Banderas -su coleccionista de perdurabilidad sin amarillos- proyecta la bienvenida de un relato escénico de Puche que juegue en tres dimensiones. Nada le asusta al artista al que una fotografía en instagram de su pieza Duluth llamó la atención de una comisaria de arte en Sidney, en cuya ópera le expuso 9 Hours underground en 2015. Tampoco el rojo acerca del que le pregunto qué le cuenta y si le viene como un eco de sus estudios en Italia. Lo piensa, se mesa la barba, le da una vuelta, dos, y me recuerda su infancia fascinada por la sangre de la imaginería barroca. Un tono que junto con otros le ayuda a crear en el cuadro un paisaje turístico que entretenga al espectador cuando entre en su hábitat. Allí permanecerá un cautivador tiempo difuminado con los ojos descalzos entre los silencios del dibujo, y las aristas que lo aproximan a la pintura; escuchando la respiración de la confidencia que ha escondido el agua, el roce de pastel graso goteando como un plumaje de azules con pigmentos amarillos y verdes coronando la cabeza de una amazona con los pezones en descuido emergiendo del baño. Una de las piezas que expone estos días en la feria Art Marbella y que explica por sí sola que lo que pasa en un papel no es un dibujo, lo que ocurre es un acontecimiento. Del mismo modo que en la escena del trío de deseo inmóvil envuelto en plástico al borde de una bañera; que en el grupo de intelectuales, en rueda de prensa, alrededor de una mesa con un castillo blíster de pastillas, o en la de una joven con la cabeza rubia hundida entre las olas embriagadas de espuma en actitud violentada. Cada creación ofrece un instante en suspense. Ha de ser la emoción y la llamarada en el imaginario cultural del espectador las que decidan el desenlace.

Antes de que salgan de esta lectura, les revelo una clave: todos los dibujos de Puche tienen el mismo ADN. Regalí negro, ceniza de puro, sedimentos de carbón y cristal de mar mezclados en una cubierta que es la madre del vino. Gracias a ella todos los cuadros heredan algo de los anteriores. Igual que los suyos enmarcan en el búnker de The collector los nombres de su ácido desoxirribonucleico: Kartz, Borremans, Ranch, mientras un tipo traza en el techo cometas de color a favor de los sueños.

Los de Puche son ya una realidad. La que le espera en septiembre en La nit d´art en la galería de Xavier Fiol, y en octubre en la Mekkeur Gallery de Estambul. Sólo le falta uno. Una beca en Estocolmo en febrero seguro que favorece que el agua se lo dibuje.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es