Todo tiene su estética y su público. Incluso el crimen. No hará falta que les recuerde esa primera escena de El Padrino donde Marlon Brando, con esmoquin y flor roja en la solapa (qué arte tenía), gestiona, como juez sabio y equidistante, una flagrante solicitud de vendetta en el día de la boda de su hija. En aquel fotograma memorable, don Vito se nos antoja elegante, razonable y justo. Se niega a matar a los agresores de la hija de Bonasera («eso no es justicia, tu hija está viva») pero sí que accede a condenarlos a un merecido escarmiento («que se encargue de esto Clemenza, con gente de mucha confianza que no se me entusiasme; al fin y al cabo, no somos asesinos»). En más de una ocasión, rasgando la voz, habremos imitado alguna de sus frases mientras admirábamos la evolución del personaje a lo largo de la saga y valorábamos sus razonamientos, sus actos y su comportamiento como dignos de encomio. Sin embargo, no deja de ser cierto que nos encontramos frente al cabecilla de una organización criminal que defiende sus intereses por encima de la Ley. Ese glamour de lo delictivo, que debiera limitarse a lo cinematográfico, excede, en ocasiones, las fronteras del celuloide para pasar a integrarse en la vida misma. Ocasiones en las que, dicho sea de paso, olvidamos el trasfondo de los valores o antivalores que representa. Sin ir más lejos, valga como ejemplo, no hay más que recordar la franquicia de comida italo-mediterránea La Mafia. «La Mafia se sienta a la mesa», reza su eslogan. ¿Reservarían ustedes convite en un restaurante que, bajo los símbolos de la serpiente y el hacha, los convocara bajo el lema «Euskadi Ta Askatasuna, los etarras comparten su cerveza con usted»? A fin de cuentas, salvando los localismos, se trata de la misma idea. No estamos hablando de personajes macabros de ficción, como Frankenstein o Dorian Gray. Tanto la Mafia como ETA forman parte de la historia oscura y real de nuestros días. Pero podemos seguir coqueteando con más ejemplos, si les parece. Acomódense. Cuando yo era más joven, fui un apasionado de la casuística de Jack El Destripador, de la cual leía todo lo que se publicaba y visionaba todo lo que ofrecía la gran pantalla. En mi primer viaje a Londres, quise visitar Whitechapel, el barrio en el que se cometieron aquellos horripilantes crímenes en durante el fatídico verano de 1888. Pero el caso es que, una vez allí, justo antes de poner siquiera los pies en aquellas calles, algo instintivo frenó mis pasos. El realismo de la trama empañó mi curiosidad. Estamos refiriendo a un asesino que, muy lejos de la ficción, descuartizó, como poco, a cinco mujeres. Como ustedes comprenderán, di media vuelta y me fui. ¿Harían ustedes, acaso, un recorrido turístico por las rutas negras del crimen del Alcàsser? Se les hace desagradable, ¿verdad? Eso mismo sentí yo. Y sin embargo, discúlpenme la reincidencia, la semana pasada caí de nuevo en la misma trampa. Una vez más, fui víctima del glamour que tantas veces rezuma lo grotesco. Se ve que soy un facilón. Hace tan sólo unos días leía en este mismo diario acerca de la reciente desarticulación de una organización criminal que, asentada en Coín, se dedicada al robo de importantes cantidades de droga a otros narcos. Y entonces, sin poder evitarlo, me acordé de Omar y me sonreí. Sí, Omar Devone Little, de la serie The wire. Una obra de culto de la que puede presumir HBO y en la que este personaje, interpretado de manera brutal por el grandísimo Michael K. Williams, se alza como un temido ladrón de traficantes con un muy personalizado código moral. Una suerte de Robin Hood de la droga que, créanme, caía más que bien. Pero claro, cuando uno ve la noticia con sede en Coín, la cosa no se ve tan cinematográfica. Y es que estos tipos, al igual que don Corleone, suelen hacer gracia en la distancia, tras el parapeto de la pantalla del televisor y envueltos en un buen guión. Tener a un personaje de esta calaña como vecino en Coín, ya no produce la misma satisfacción, ya no es lo mismo, ya es otra historia. No precisamente de HBO.