El Estatut ya no está en la agenda soberanista catalana. Forma parte del pasado, ha dicho Jordi Sánchez. El autonomismo es agua pasada, los independentistas quieren la imposición a través del diálogo. O referéndum o nueva declaración unilateral de independencia, no hay nada más de que hablar. El nuevo relato que pretende Pedro Sánchez es para sus interlocutores una vieja historia. Ni siquiera postrándose de hinojos va a resultar fácil solucionar la cuestión catalana. Jamás lo fue. El problema, que tuvo sus picos a lo largo del pasado siglo, ha ido aplazándose hasta enquistarse. Precisamente el Estatut está en el origen de esta última revisión del desafío, cuando Zapatero animó a hacer una nueva norma que a nadie en Cataluña se le había pasado entonces por la cabeza. Ahora, doce años después, otro presidente de gobierno socialista pretende volver a un principio que ya es historia. Cataluña es un problema que hay que resolver políticamente pero son los independentistas más hiperventilados los que no están dispuestos a nada que no sea la autodeterminación y la libertad de sus presos, que no se puede exigir a la política desde el momento en que depende de la justicia. Ahora queda por delante un largo debate entre la España de los paños calientes y la de los halcones. Por más que lo quiera evitar sobre Pedro Sánchez planea la sospecha razonable de que el soberanismo le va a pasar factura por haberlo llevado en volandas a la Moncloa. Está siendo escrutado. Igual que el flamante líder del Partido Popular nace con el estigma del conservadurismo no sólo por sus propuestas de restringir el aborto, sus posicionamientos sobre la familia y contra la eutanasia, algo que definiría a un conservador, sino también por plantear una mayor firmeza contra el independentismo. Como si ser menos complaciente con el nacionalismo supremacista catalán convirtiese a alguien en retrógrado, o comportarse de modo más apaciguador, en progresista.