Es muy temprano y el polideportivo de Carranque está animadísimo. Si estará animado que estoy hasta yo. Ni el más cachondo de mis profetas habría adivinado que el que suscribe iba a estar en una instalación deportiva muy temprano un día del mes de julio. Madres con chándal que llevan de la mano a sus pequeños, padres circunspectos en bermudas a los que les falta un café en el cuerpo que también llevan vástagos sonrientes con mochilas de colores. Hay campamento infantil. Aparcaero de chaveas. Toda una mañana por delante para ellos en la que jugarán y harán deporte, guarrearán macarrones, se darán alguna bofetadilla y se socializarán una mijita. Heridas en las rodillas. Codos magullados.

También hay jóvenes que entran y salen en dirección a los vestuarios, el gimnasio, la cafetería o la pista de atletismo. Algún oficinista. Viandantes. El tartán parece húmedo. Húmedo estoy yo también de andar rápido. Trato de memorizar cuál es el número del autobús que mi hijo de cuatro años me ha dicho que es el que me llevará de vuelta a casa. Pero me lío. Así que cojo uno al azar y la jugada no me sale mal, dado que por una inopinada audacia impropia de mí, acierto a bajarme en una parada desde la que tan solo he de andar cuarenta minutos hasta mi casa. Cuando llevo veinte calibro si lo más sensato no sería pararse en cualquier establecimiento especializado en desayunos que presentase o presentara un aceptable aforo y un estado de limpieza si no óptimo al menos decoroso. Lo hallo.

Pido un café y un bollo y veo que el camarero me mira un tanto extrañado. Me mira el hombro en concreto. Es entonces cuando caigo en la cuenta de que llevo la mochila de mi pequeño. La pequeña mochila de mi hijo. No se la he dado. Con el despiste, me la he quedado yo. Vuelco en el corazón. Sopeso si abrirla y comerme lo que habría sido su desayuno. No es plan de desperdiciar unas crujientes galletas. Pero ya he pedido el bollo. Debería anular el pedido y volver a Carranque. Pero no puedo volver en ayunas. Vuelvo al plan de las galletas. Pero si me las como, mi hijo no tendrá desayuno. Podría también comerme las galletas y llevarle el bollo que he pedido. Tal vez el resto de niños ya estén desayunando y el mío llore o me maldiga o le quite a otro sus galletas y se esté liando parda.

Se impone coger un taxi. Pero me da vergüenza pagar sin consumir el desayuno. Más vergüenza me da levantarme e irme sin desayunar pero además sin pagar. Pero lo hago. Sentirme un delincuente me proporciona un cierto aumento de la adrenalina e inclusive diría de la euforia que compensa la vacuidad del estómago.

El caso es que tengo fuerzas para buscar un taxi. Pero la cosa no es buscarlo, es encontrarlo. Una de las inexorables leyes de la mala suerte es: cuando necesitas imperiosamente un taxi pasará uno enseguida. Pero no te parará. La ley se cumple. Puedo llamar a uno pero no me veo capaz de hablar por teléfono y correr a la vez. Si es que a esto que hago se le puede llamar correr. Hallo uno al fin. Le digo que a Carranque pero entiende que arranque. Me dice que ya ha arrancado, que dónde vamos. Y yo: Carranque. Y vuelta a la confusión. Al fin nos ponemos en marcha y llegamos a la puerta. Quiero pagar, sí, esta vez quiero pagar, de hecho soy bastante partidario de pagar, pero con los cuatro euros que llevo no me llega. No acepta tarjeta. Tú verás qué hacemos, chaval, me dice el hombre. Al menos me ha llamado chaval. Veo por la ventanilla a un grupo de niños. Está el mío. Está ¡comiendo galletas! Antes de abrir la mochila grito: arranque. ¡Que arranque!