El Tribunal Constitucional determinó en mayo de 2017 que resultaba contrario a la Carta Magna el siguiente sinsentido tributario que menudeó a partir de la crisis económica: los contribuyentes estaban obligados a pagar el impuesto municipal sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana (la llamada plusvalía) incluso cuando tal incremento era inexistente; por ejemplo, cuando una familia vendía un piso en pérdidas, por debajo del valor de compra. Antes de esa sentencia, la combinación de una regulación despegada de la realidad del mercado y la depreciación que viviendas y otros inmuebles registraron desde 2008 habían dejado al aire una torpeza fiscal que afectó y aún afecta a decenas de miles de hogares y empresas.

En julio de este año, el Tribunal Supremo ha señalado la forma en que el resto de instancias judiciales deben entender el fallo del Constitucional, corroborando que la nulidad afecta exclusivamente a los supuestos en que no existe plusvalía efectiva y facultando a los ayuntamientos a seguir cobrando el impuesto si hay aumento del valor o si el contribuyente no acredita que sufrió pérdidas (a través de las escrituras o con informes periciales). Con lo dicho hasta aquí, rechina que el Supremo tenga que repetir ahora lo que en apariencia habían dejado sentado los magistrados constitucionales hace año y pico.

Las apariencias engañan muy a menudo y más cuando se trata de interpretar textos jurídicos. La sentencia de 2017 ha sido aplicada con criterios disímiles por el resto de juzgados y tribunales, hasta el punto de que en media España se estaba fallando que el impuesto de plusvalía es nulo en todos los casos, haya o no incremento real del valor del inmueble. Según esta tesis «maximalista», la sentencia del Constitucional «expulsó» del ordenamiento jurídico normas sin la cuales resultaría inviable seguir recaudando el impuesto. El Supremo, al casar doctrina para poner orden, se ha apartado de esa interpretación, que en otro caso habría sido la puntilla a un gravamen del que los ayuntamientos españoles obtienen del orden de 2.600 millones de euros al año.

La disparidad de criterio entre los jueces es llamativa, aunque más lo es una situación ajena a los tribunales y que sin duda alimentó esas divergencias y a la postre la indefensión de los contribuyentes gravados con plusvalías inconstitucionales: la demora del poder legislativo en reformar la ley de Haciendas Locales para corregir el tributo, algo que el Tribunal Constitucional reclamaba en su fallo de hace catorce meses.

Una larga negociación entre el Gobierno central del PP y los ayuntamientos, reticentes ante el riesgo de perder ingresos, y la lenta tramitación parlamentaria han generado en este tiempo n agujero negro que aviva la litigiosidad, desorienta a jueces y funcionarios municipales y empuja a los ciudadanos con pérdidas en sus inmuebles a la siguiente encrucijada: plegarse a pagar un impuesto que va contra la Constitución o embarcarse en pleitos largos, costosos y de desenlace incierto.

La plusvalía sigue por el momento sin ley. La proposición para reformarla está siendo tramitada sin la urgencia que han merecido para los gobiernos y el Parlamento asuntos bastante menos pegados al terreno que el funcionamiento de los impuestos (últimamente, por ejemplo, la renovación del consejo de RTVE). Y si el texto sale adelante con la redacción propuesta por el PP no existirá además un procedimiento diáfano para compensar a quienes, incluso después de la sentencia del Constitucional, han sido indebidamente obligados a pagar.

No es un asunto sólo de ricos en un país con más de un 80% de hogares propietarios: la plusvalía municipal por la transmisión (en compraventa o herencia) de una vivienda de las más modestas supera con frecuencia los mil euros en una población de tamaño medio. Sí es un asunto de credibilidad de las instituciones: la forma premeditadamente perezosa con la que ha reaccionado el poder legislativo ante la inconstitucionalidad del impuesto alienta el descrédito de un sistema tributario con problemas severos de fraude y de creciente desconfianza ciudadana en su eficacia y equidad.