Eclipse lunar. Irrepetible luna de sangre sobre los cielos de Málaga. Me asomo a la ventana y no advierto movimiento alguno de gentes. Me visto, salgo a la calle y observo el cielo, o los cielos. Pero no hay convocatoria. No hay devoción. La ciudadanía continúa inmersa en su cotidianeidad más rutinaria. Quizá no corran buenos tiempos para la luna, para la diosa de la noche, como tampoco los corren para la Lírica. O acaso hayamos olvidado, incluso, su mismísimo origen y, por tanto, difuminado su importancia, su valor como representación y como símbolo, su devenir histórico y su más que patente vigencia. Como ustedes sabrán, Selene, diosa lunar, terminó siendo la mismísima Artemisa, hija de Zeus. Pero no es necesario, ni mucho menos, que bebamos de fuentes tan lejanas. ¿Qué sería de nosotros, de nuestra historia, sin la luna? Imagínense, por un terrible instante ficticio, que la luna no existiera. Entonces, y sólo entonces, será cuando tomen conciencia, le den el valor que legítimamente le corresponde y comiencen a sentir su carencia. Luna lunera, cascabelera. ¿Quién si no iría, dime Federico, a la fragua con su polisón de nardos? ¿A quién miraría que te mira el niño? ¿Y quién menguaría, José María Cano, para hacer una cuna si el niño llora? Nuestro Billie Jean, solo en mitad de la pista, no tendría más remedio que sustituir el moonwalk por otro paso, sin duda menos carismático. Pobre Michael Jackson. Probablemente compartiría penurias junto a Gloria Lasso y Joaquín Sabina, que cantarían a un panal de rica miel, a un caramelo de miel o incluso a un champú al aroma de la miel, pero nunca a una luna de miel. Aunque el mayor drama, el descalabro magistral, se lo llevaría probablemente doña Inés de Ulloa. Sí, ay, doña Inés del alma mía. ¿Bajo qué cutre candil, candelabro o palmatoria te recitaría don Juan sus versos en aquella apartada orilla? Ruina. Allí quizá se respiraría mejor, pero nada brillaría con la merecida claridad requerida por el momento. En fin, díganle ustedes adiós a las mareas, al camino del cielo que se refleja en la mar cuando la noche oscurece sus aguas, díganle ustedes adiós a la cara oculta de nuestro satélite ausente, reflejo de la que todos guardamos dentro, y díganle adiós también al alunizaje de Armstrong en 1969. Dense cuenta de que la educación infantil, de homogénea, sería terriblemente dictatorial, invariable y gris, sin todos esos alumnos de mirada perdida que dejarían de estar en la luna. Tampoco Pocahontas cantaría con su indómito cabello al viento aquella lindeza del lobo, que no tendría a quien aullarle. Puede que se dedicara a rellenar los espacios que la literatura de terror y la romántica hubieran acusado en los anaqueles y estanterías de medio mundo. Diríamos adiós a los enamorados y sus versos, a las ánimas de Bécquer, al hombre lobo, a las sombras contrastadas de Batman y de E.T sobre la cesta de la bicicleta, a la noche de Halloween y a la Luna de abril de Carlos Cano. Y qué doloroso tener que extirpar la luna de la primigenia creación del Génesis y del Cántico de las Criaturas de San Francisco de Asís. «¿A dónde huir entonces», que diría el grandísimo poeta Ángel González en su Inventario de lugares propicios al amor? No quedaría más opción que caminar solos frente a la oscuridad, echando en falta esa insustituible lámpara nocturna que, entre tinieblas, se alza como signo de esperanza sobre todos los caminos. La Música, herida de muerte, ya no convocaría Claro de luna ni para Beethoven ni para Debussy ni para Silvio Rodríguez. No quedaría más que la lamentable alternativa de vivir y sobrevivir a la noche de manera aséptica y artificial, como víctimas y pasto del neón, las farolas, los luminosos publicitarios, las bombillas y cualquiera de sus variantes y bagatelas eléctricas dignas de bazares de cuarta gama. Y es que, como diría Borges: «Ya no me atrevo a macular su pura aparición con una imagen vana; la veo indescifrable y cotidiana, y más allá de la Literatura». Ya ven. Lorenzo, al cabo, viudo de rigor, se quedaría sin Catalina. Y nosotros, por tanto, dejados de la mano de Dios y huérfanos de luz celestial por parte de madre.