Estaba terminando de desayunar en una cafetería un tanto moderna, pero en la que tienen la buena costumbre de ponerte un vaso de agua sin pedirlo, cuando reparé en una carpeta que había en la silla de al lado. La abrí. Había un sobre cerrado en el que se podía leer: Concurso Internacional de Poesía Villaflama. Y las señas. Me tembló un poco el pulso. Podía estar ante una obra de arte escondida en un sobre. O bien podría ser un bodrio. El caso es que era poesía. Poesía que pretendía concursar. Sopesé mis opciones: tirarlo a la basura. O abrir y leer. Tal vez depositarlo en un buzón. Las tres opciones tienen sus pros y contras. Tirarlo a la basura parece cruel, pero así somos los columnistas a medio desayunar y sin el café puesto, capaces de bramar contra un Gobierno, arrearle a un concejal, desorejar un proyecto de ley o clamar contra la decadencia de occidente e incluso destruir la vida y pretensiones de un joven poeta.

Aunque nadie, en efecto, me había dicho que fuera joven. Podría abrir y leer, de hecho no tengo hoy mi diario favorito, dado que esta cafetería un tanto moderna tiene la buena costumbre de tener periódico. En singular. No periódicos. Y, claro, dada la amplitud del local y la apetencia informativa de los parroquianos, el ejemplar, sudado, manchado, medio roto y bien sobado, está ahora siendo manipulado por un señor de vivos ojos azules, elegante americana y sombrero como de los años veinte. Está leyendo a un joven columnista local de proverbial manejo de la ironía que atiza mucho a un político de extremo centro. No me voy por las ramas. Opté por la tercera opción. Es decir, fui a buscar un buzón. La ausencia de buzones tiene, como asunto, una columna por sí misma. No hay. Nada. Debe haber un mundo paralelo donde habiten los vasos de tubo, las cabinas de teléfono, los cafés que no arden y los buzones. Me puse a buscar una oficina de Correos. Y ese es el error, ponerse a buscar algo cuando en realidad lo que tendríamos que ponernos es a encontrarlo. La encontré. Me gasté unos euros en hacer el envío. Imaginé al joven o veterano poeta sumido en la desesperación por haber perdido el sobre. Desesperación que tratándose de un poeta sería, a buen seguro, melancólica y con tendencia a teñirse de grisáceos bríos en la negra noche del alma. O algo así.

Y ahí estoy. Días después. En la moderna cafetería, con el vaso de agua, mirando en internet, dado que en una hora sale el fallo del premio de Villaflama. Me lo merezco. Bueno, él, el poeta olvidadizo se lo merece. Debía haber anotado su nombre. Estaba en el sobre como remitente. Pero no sé si me acuerdo bien.