El verano es una sima arqueológica que conserva lo que fui y lo que soy. Todos esos recuerdos de cerámica hablan de mi evolución con la exactitud de una dentadura o el carbono 14. La humedad y el terral rescatan vestigios que contienen las épocas, aquellas en las que fui feliz sobre todo, en las que deseaba que los días se alargasen como chicles, o que ansiaba los lugares, prohibidos el resto del año, que el bochorno de agosto reservaba.

Los restos del verano hablan de piscinas de cloro y pistas de tenis; recuerdan el frescor de las losas del salón de mi casa cuando nos tumbábamos sobre ellas para refugiarnos del termómetro o cuando instalaron el aire acondicionado que mis hermanas y yo mirábamos embobados como si fuera el tercer canal de televisión; conservan el tacto metálico de las sillas del cine de verano y el olor de la tortilla de patatas de mi bocadillo; mantienen vivo mi primer beso, furtivo y torpe; los roces esporádicos; las noches estrelladas tendidos en el césped con el canto de los grillos forjando el silencio; aquella obsesión por ser el primero en localizar un OVNI; las historias de miedo y de amor intercaladas; las partidas interminables; el horizonte prolongado del mar; los castillos de arena y los fosos, sobre todo los fosos en los que mis pequeñas manos arañaban la arena en busca de agua; los brazos de mi madre surfeándome sobre las olas; el contemplar ufano del pasar del tiempo sin esa sensación de pérdida que estaba a punto de adquirir.

Los veranos eran la patria de los amigos. Amistades como pactos, selladas con la sangre pastosa de la canícula. Comenzábamos a masticar la libertad, servida en desenfadadas dosis que hacían saltar la banca de las emociones y la creatividad. La libertad que nos hacía buscar en el inmenso solar de la infancia aventuras sin límites en las que aprendimos a apreciar la complicidad de un amigo. Un vínculo que ascendía más allá de la familia. Recuerdo con precisión aquellos amigos, aquellos territorios, aquellas fronteras que atravesábamos sin pudor ni miedo. El verano era un periodo en que todo comenzaba y sin embargo todo parecía estar a punto de acabar. Revestíamos nuestros actos de un halo de solemnidad impropio y eso hizo que las historias quedasen grabadas en fogosos estratos bajo el invierno.

El pasado 30 de Julio se celebró el Día Internacional de la Amistad. Multitud de amigos no cesaron de recordarlo en los grupos de whatsapp. Con mensajes cortos, se felicitaban por intuir amigos al otro lado de una pantalla táctil: espacio que reduce y optimiza el cultivo de la camaradería. Redes sociales, sustitutos de aquellos territorios líquidos de agosto, donde ocultamos el gesto de la desidia y aprovechamos para expresar opiniones fugaces sin esperar la discusión ni el razonamiento, reenviar mensajes desgastados o emoticonear falsas emociones. Me pregunto si estos veranos seguirán tatuándose en la piel de los más jóvenes, si las amistades sin rostro permanecerán prendidas en el recuerdo o por el contrario se esfumarán tras los tejados como lágrimas de San Lorenzo.

El verano, como al amigo, hay que regarlo cada año para que el sol no lo seque, darle un chapuzón, espetarlo en chiringuitos, leerlo bajo una arboleda, trasnochar y madrugar con él para remontar los ríos y subir colinas. Para mí, vivir las vacaciones representa la oportunidad de recuperar la libertad y el deseo, la imaginación y el descubrimiento, la familia y la amistad. No pienso comercializar con ellas en ningún bazar, por muy redesocializado que esté. Bienvenidos a Agosto.