Dice Jose María de Loma que, como al que solo tiene un martillo, todos los problemas le parecen clavos, el que tiene una columna, todo lo ve traducido a trescientas palabras. «Tiene usted mirada de columnista» me dijo el oftalmólogo en la última revisión, y como respuesta le cité a Thoreau y le encajé tres párrafos, con tempo y fin de fiesta. En legítima defensa, él me encajó unas gafas para poder ver los prospectos de las medicinas sin tener que hacerles una foto y ampliarla. Quid pro quo.

La mirada de columnista te acompaña incluso en vacaciones. Te puedes librar del ordenador, incluso de los zapatos y hasta del teléfono, pero sigues derramando la vista en cajetín y página impar, haciendo de la realidad un tirabuzón. Y en la maleta la llevaba, junto a dos armarios empotrados de ropa y el Manual del Eficaz Amo de Casa, en unos días que he pasado en la brillante localidad gaditana de Barbate, en un miniveraneo de tres P: playa, paseos y pedir wifi. En uno de los recodos de paseante sin rumbo me encontré lo que, en un primer vistazo parecía ser un cementerio de anclas. Como Hombres de Vitrubio al peso, oxidadas en marrón y llama, ordenadas cuidadosa e inamovibles, decenas de ellas estaban colocadas frente al mar, en una zona del puerto, como cruces de su propio camposanto.

Allí, viendo lo que normalmente está oculto, no pude dejar de pensar cuántas anclas pueblan las administraciones, las alcaldías, las gerencias, las consejerías. Cuántas anclas, en fila de a cuatro, retienen el futuro de una ciudad, obligándola a dar vueltas sobre sí misma. Cuántas obras del Metro, cuánto saneamiento integral, cuánto hospital por venir, cuánta herrumbre encadena desde hace quinquenios a mi ciudad o a mi comunidad. Apreté el paso: reflexionar puede arruinar, incluso, unas vacaciones en Barbate.