Pedro Sánchez ha efectuado un dilatado balance de sus primeros sesenta días al frente del ejecutivo, equivalentes a mil días en las legislaturas canónicas. Es lícito trasladar la comparecencia de fin de curso a los dudosos trabajos de fin de máster de Cristina Cifuentes y Pablo Casado, con la particularidad de que el presidente del Gobierno se puntuaba a sí mismo.

Bajo esta premisa, a nadie puede sorprender que el presidente considere superado su máster en La Moncloa, desde el discutible veredicto de que «los ciudadanos se reconocen en su Gobierno». También aquí, su ventaja se debe a que la piedra de toque es Rajoy, así cualquiera. Sánchez padece ya la incipiente tentación cesarista de acaparar el protagonismo y eclipsar a los ministros, astronautas o no.

El humilde aprobado se le queda corto a Sánchez, que se atribuye la calificación cum laude por haber propiciado un «cambio de época». Algún asesor anglohablante ha traducido verbátim el epochal change inglés, una forma grandilocuente de sortear el sobado histórico. Al margen de la autoevaluación radiante, el presidente aspiraba a la cotidianeidad, a transmitir la sensación de que echa raíces en el Gobierno, por citar la palabra mayúscula que golpeó en decenas de ocasiones durante su intervención.

Al anudarse continuamente al «Gobierno», su presidente no solo confirma que soñaba con el puesto, sino que lo veía inalcanzable.

Pretende un Ejecutivo aséptico, por lo que evitaba las referencias al PSOE de los raquíticos 84 diputados. Al distanciarse del partidismo para ejercitar la navegación unipersonal, no se proclama tanto una figura mesiánica como tecnocrática, un líder de consenso para una encrucijada. Si la adscripción neutral parece exagerada, baste recordar que Sánchez ni siquiera es diputado, un distanciamiento inseparable de las figuras sin filiación partidista. De hecho, la inmensa mayoría de su grupo socialista posee el dudoso honor de haberle votado con el mismo entusiasmo que habían mostrado antes al apoyar a Rajoy. El Gobierno de todos y para todos apunta a una curiosa tentación populista, al despegar el poder político de los partidos que la Constitución considera indispensables para vehicularlo. Es comprensible que Podemos, dotado todavía de los escaños indispensables para que la suma con el PSOE supere al PP, tenga la sensación de que Sánchez es el caballo de Troya. Ante las vacaciones, el presidente dio muestras de confiar en sí mismo por encima de una formación que le ha proporcionado más de un disgusto, y que todavía lo mira de forma extraña.

Tal vez Sánchez ha demostrado que gobernar es más fácil de lo que parece, si puedes lograrlo sin el concurso de tres de cada cuatro diputados del Congreso. También ayuda presentarse ante los medios sin plasma, y al día siguiente de salir a hombros en el barómetro del CIS. Durante una década, el Centro de Investigaciones Sociológicas mantuvo imperturbable la llama de un dominio del PP en los sondeos. Dos meses después de la moción de censura, los populares casi se hunden a la tercera posición. Habrán cambiado de métodos científicos, o por lo menos de encuestados.

Aparte de deslindar si los excelentes resultados deben atribuirse a méritos del presidente del Gobierno o de Tezanos, la clave no radica en la primera plaza del PSOE en el barómetro. El CIS no coloca a Sánchez en la cúspide, sino en el centro del tablero. Los socialistas se erigen en la opción menos odiada entre la sopa de siglas. Pese a las acusaciones de radicalismo, los encuestados sitúan al socialismo más cerca de la utopía del centro que cualquier otra formación. Por si esto fuera poco, el partido en La Moncloa articula un juego a tres bandas. Puede enfocar su consolidación hacia la izquierda auténtica, la derecha de ciudadanos o el nacionalismo. Los resultados consignados en este párrafo ganan en prestancia porque son mas difíciles de cocinar que la veleidosa intención de voto.

Sánchez gana al compararlo. Mientras el PSOE navega por el centro, aunque sea sumergido, el PP se percibe más escorado hacia la derecha que Podemos hacia la izquierda. Un resultado curioso, dado que Pablo Casado pretende excavar hacia un extremo que su partido ya controla. Algún asesor debería recordarle que, según la misma encuesta del CIS en un dato difícil de manipular, tres de cada cinco españoles juran que en ningún caso votarían a los populares. Puede que exageren, pero sorprende su determinación. En fin, Sánchez se atrevió incluso a predicar sobre energías renovables, ese punto en que un líder político considera que puede colar el tópico más inverosímil.