En el más optimista y favorable de los pronósticos, uno acabará sus días sentado en una silla y, mirándose al espejo, nada tendrá entonces más importancia que los recuerdos que haya conseguido atesorar a lo largo de los años. Eso, y no otra cosa, será la vida en última instancia: Tu conjunto personal de recuerdos. Entre los míos, hay un lugar para el Onda Pasadena, que nos cierra sus puertas. Nunca olvidaré que fue recién instalado en Málaga, va ya para diez años, cuando traspasé los dinteles de este insólito garito, en el buen sentido de la palabra, icono de los ochenta y último clásico de la movida malagueña. Y fue aquella madrugada la que me dejó la impronta y la reflexión anexa que hoy aflora y les refiero. El Onda Pasadena aún sobrevivía como garante de una época, como último reducto. También recuerdo que, entre sus muros, me tomé un gin-tonic en condiciones y a su precio. Aún nos movíamos en el lapso en el que nos llamaban carrozas, término volátil donde los haya, a los que congeniábamos con el gin-tonic. Les hablo de los días en los que el gin-tonic aún era un gin-tonic y no un potaje de lentejas. Mucho antes de que, a modo de pueblos bárbaros, tomaran nuestra vieja bandera las modas del cardamomo, el pepino, el jengibre y la madre que los parió. En cualquier caso, combinados aparte, aquel entorno me resultó familiar, cercano e irresistiblemente acogedor. Aquello se me antojó como un templo urbano del Pop y del Rock en el que todo aquel que asomaba pisaba terreno seguro. Recuerdo que aquella noche, en mitad de un rule, me lanzaron a interpretar algunos temas sobre el escenario. Y no olvido que, precisamente, tuvo a bien aflorar desde mi guitarra la mítica Lucha de gigantes, del ínclito Antonio Vega. No sé si, por aquel entonces, yo conocía la fama del Onda Pasadena o su estilo de música. No sé si ya era consciente de los más de 4.500 conciertos que ha respaldado durante más de tres décadas. Pero lo que sí es cierto es que aquella canción estuvo bien escogida habida cuenta del entorno, del local y de mis acompañantes. "Creo en los fantasmas terribles de algún extraño lugar, y en mis tonterías para hacer tu risa estallar". Aquella melodía, con permiso de Antonio, aún resuena en mi cabeza como un recuerdo inolvidable, imperecedero, como un regalo inmortal. Todavía brilla aquella madrugada entre amigos, la camaradería de sus rostros y el eco de los acordes que, instintivamente, precedieron la incondicional acogida que me vino a brindar esta gran ciudad a la que hoy considero mi casa. Y todo ello, amparado bajo la sombra del Onda Pasadena, el templo de Dani Jiménez, el verdadero nombre propio del local. Porque al final, lo que queda, como siempre, son los nombres propios y las personas. Así lo refiere, con indubitada afinación, mi querida Raquel Beck: "las personas no olvidan, solamente deciden con quién quieren seguir creando recuerdos". Los encuentros, nuevos y viejos, las conversaciones y los gestos conforman un patrimonio de la memoria del que ni siquiera somos conscientes. Y que nunca dejen de brotar nuevos rostros en las encrucijadas de la vida. Todos ellos, al final, serán recuerdos. Recuerdos que irrigarán nuestros días gota a gota: "Para que el amor mío siempre me quiera querer", que diría Silvio Rodríguez. Es por todo ello que saber de quién debe uno rodearse para forjar improntas inolvidables no sólo es importante, puede llegar a ser esencial, decisivo. Arriésguense. No tengan miedo. Con la práctica, el ojo se hace a ello. Uno sabe quién debe de entrar en sus días y a quién se debe dejar pasar de largo. El objeto del presente no es otro que forjar los recuerdos del pasado que uno pretende atesorar en el futuro. Cacen al vuelo las oportunidades. Guarden para sí miradas, encuentros, charlas, una canción, una carta, horizontes y cielos abiertos. Elijan bien el barro con el que moldear la vida. Sean clarividentes, estén alerta. Se lo dice un poeta. Fíense de mí. No olviden que, al fin y al cabo, citando a Borges, "los poetas, al igual que los ciegos, sabemos ver en la oscuridad".