Hace años conocí a dos personas a las que no he olvidado, ni creo olvide nunca. Una fue el escritor serbio residente en Canadá, David Albahari, del que hay, hasta dónde yo sé, un solo libro traducido en España. La segunda fue una gran dama de la literatura italiana, Rosetta Loy -mujer elegantísima y muy bella- a quien entregaban el Premio Jean Monnet de Literaturas Europeas y con la que cené aquella noche, junto a una joven norteafricana que parecía salida de una pintura orientalista. Recuerdo que lo demás fue vida y literatura con la Roma de los 60/70 al fondo y duró un par de horas muy gratas. La música de su voz era fascinante, su mirada y manos, también.

Ocurrió en Cognac y recuerdo ahora la niebla de los amaneceres y la luminosa piedra blanca con la que estaban forradas las casas del XVII y XVIII y que esas casas -que tenían una atmósfera vermeeriana- estaban llenas de vida durante el día y eran tumbas selladas a partir del crepúsculo. Recuerdo la sonoridad abierta de los nombres occitanos y una abadía donde vi cómo el cura que oficiaba la misa leía el evangelio sobre la espalda inclinada del monaguillo a modo de atril. Recuerdo los colores de las barcazas fluviales y unos deliciosos mejillones diminutos guisados con pineau blanco y curry. Recuerdo que pensé en Madame Bovary. Muy cerca de allí había nacido Mitterrand, a quien el poeta Claude-Michel Cluny retrató como el hombre de la sonrisa de vampiro. (También escribió que Chirac tenía la sonrisa de caimán).

En la comida del día siguiente me senté con David Albahari, que había salido de su país tras formar parte de la organización que ayudaba a escapar a ciudadanos durante el cerco de Sarajevo. Albahari llevaba en sus ojos la huella de la tragedia y la dignidad del dolor asumido. Su voz era casi inaudible. No lo he vuelto a ver, pero me gustaría preguntarle por su visión de nuestro país ahora y si existen o no analogías con lo que él vivió años antes de que comenzara el desastre que incendió Yugoslavia. Por si aún hay tiempo, digo.

A la mañana siguiente hubo otro desastre de mucho menor calibre: un incendio en el hotel. Avisado por el humo y las alarmas bajé al hall, donde la recepcionista -que sólo sabía francés- me pidió muy nerviosa si podía avisar a los autores ingleses e irlandeses alojados y a la italiana Rosetta Loy. Ella bajó en camisón y bata, más elegante que una aristócrata rusa en un baile del San Petersburgo zarista. Nos reímos un rato de la situación -en fin, la cosa hubiera podido acabar fatal- mientras los bomberos entraban en el hotel como en una escena de Tintín.

A Rosetta Loy volví a encontrarla en París años después. Presentaba sus memorias en la librería La Hune, donde habían dedicado un escaparate a sus libros y fotografías, el pelo color de plata, un esqueleto impecable y dueña de esa gran elegancia -no me cansaré de repetirlo- que siempre tendrá ella y tiene su literatura. Charlamos un buen rato, felices de reencontrarnos y antes de despedirnos me dijo: aquel incendio de Cognac fue premonitorio; al cabo de un año se incendió nuestra casa de Roma´ No he vuelto a saber nada más de ella, pero me gustaría mucho. Sin incendios de por medio, por más que haya gente empeñada en provocarlos. Incluso en verano, cuando la mayoría descansa.