Desde que la Feria del Centro se convirtió en una sucursal sanferminera los malagueños que buscan disfrutar de las fiestas en un lugar tradicional han ido tomando varios caminos.

Unos pocos decidieron moverse al Cortijo de Torres, a torrarse por las mañanas y a quemar suela de zapato por el infernal asfalto feriante; otros, los más, decidieron llorar sus penas aprovechando la semana de Feria para tomar viento fresco y desaparecer del escenario de Walking Dead en el que se convierte nuestra city. Los taurinos decidieron refugiarse en los alrededores de La Malagueta para disfrutar de una feria familiar y relajada en la que poder comer decentemente sin necesidad de tener cuidado partiendo la tortilla por miedo a fallecer atravesado por el cuchillo de plástico partido.

La Malagueta ha ido acogiendo cada vez a más exiliados que decidieron no pasar por el aro del Cortijo de Torres y que han tenido que abandonar los restaurantes tradicionales del Centro por pura necesidad de supervivencia.

La Feria de La Malagueta tiene todavía un matiz diferenciador con respecto a los otros espacios: mantiene una cierta normalidad pese a lo extraordinario de unas fiestas de tamaña magnitud. Es importante reconocer que hay conceptos que en esa miniferia de La Malagueta no se han instalado. Por eso este año voy a tener que aprovecharla. Y lejos de querer guardármela para mí, aquí lo cuento.

La Feria de La Malagueta no tiene que ver sólo con los toros, aunque tenga relación. Así somos, cuando los malagueños nos vemos invadidos por hordas de bárbaros, encontramos la salida.