Górriz Goenaga perdió tres dientes en una pelea en la plaza de la Merced. Pero a él no le arredraba ser desdentado y sí el hambre. Claro que, sin tres dientes, no es que se pueda comer bien. Por mucha comida que se tuviera. No era el caso.

La mascá se la dio Edmundo Loring, que ya con sus dieciséis añitos bien podría ir no pensando en pegarle a los de catorce. Cuando Górriz Goenaga, de nombre Alberto, llegó a su morada, trescientos metros antes del arroyo Jabonero, su madre, Luisa Goenaga, estuvo a punto de echarle abajo otros tres dientes, tal vez un incisivo, un canino y un premolar, del disgusto de ver como no hacía carrera con su mozo, que además de la falta de piezas dentales tenía rojimanchada la camisa de sangre, sucia la cabellera y perdido uno de los dos calcetines. Que hay que ver, por la virgen santa, cómo se puede perder un calcetín en una mañana. Me vais a quitar del mundo.

Fueron dentro de la vivienda familiar, una casita adosada a la villa en la que ellos, o sea, su madre, su padre y él habitaban como guardeses de la finca que eran. Ellos y Dobán y Muley, dos pastores alemanes medio sordos, algo más rechonchos de lo habitual, poco dados a correr y prestos al ladrido juguetón, inclusive si de un amigo de lo ajeno que hubiese saltado la valla se tratase. Una vez dentro, Alberto Górriz Goenaga se dio vivaz al trasiego de agua como si no hubiera un mañana. O como si el mañana fuese desértico, carente de líquido elemento. El caso es que tanta agua bebió que se puso de súbito morado y cayó (no mentiríamos si dijéramos) en redondo. A su madre le dio un vuelco el corazón. Se olvidó de la camisa, del calcetín, de los ausentes dientes y de todo y se puso a llamar a berridos y como loca al vecindario, un afán por otra parte que este cronista no tiene por menos que calificar de inútil, dado que en el año del señor de 1871 pocos vecinos tenían, los pocos que tenían estaban de viaje y los que no, de siesta, que para eso era un nueve de agosto a las dos de la tarde, o sea, justo la hora de después de comer. Hora esta sí, amable lector, que con el devenir de los decenios, las guerras, el pluriempleo y la permuta de costumbres, se convertiría poco menos que en la del aperitivo. Su madre dio en acostar al zagal, que ya era un hombretón. Erecto ahora, para más señas. Y cuando se cansó de gritar le echó agua en la cara. Agua con agua se cura, debió pensar. También le arreó un bofetón caritativo.

Por una cosa u otra el hijo fue volviendo en sí. Con una sonrisa como de payaso siniestro, que no hará falta recordar, lector, que es que al muchacho le faltan dientes y las encías estaban aún sangrantes. O sea, una cara de pena. La madre se tranquilizó algo. Dijo que ya no iba a regañarle más. El golfante zagal preguntó si había pan esa noche para la cena y que en caso de que lo hubiera se lo reblandeciera con agua. No iba a poder masticarlo, claro. Su madre suspiró. Se tranquilizó y fue camino de la cocina. Se oía la cerradura en ese momento. Sería su marido. A ver de qué leche viene este hoy, pensó. De qué vino, mejor dicho.