Son las nueve y en un desayunadero de la zona de compositor Lehmberg tres chicas, pitufo y sombra, conversan. Pausa de academia.

-Las tías, Mari, es que se ponen muy chonis en la Feria.

-Ya tía.

El cronista acelera el paso una vez que ya ha cazado una conversación que llevarse al folio. Es una conversación como inventada, tópica, pero ahí está lo bueno. O sea, esa realidad que imaginamos va y existe. Es verdad. La realidad supera a la micción. O sea, quiero decir, a la ficción. Hay un lotero unos metros más allá que le explica a un joven con corbata y bermudas que no le puede dar el número que pide. No te pongas chungo, le dice el de las bermudas.

Antes de preguntarme qué diantres hago (si no utilizo yo la palabra diantres no la usa nadie, se va a perder). Qué diantres, digo, hago yo andando por la calle a las nueve y pico. Sopeso sentarme a comer algo pero sopeso ya bastantes kilos como para desayunar dos veces, así que prosigo la marcha. Tal vez esté haciendo deporte y no me esté dando cuenta. Preferiría estar durmiendo y que todo esto fuese un sueño, despertar en un rato (mejor en tres horas) y hallarme bocarriba en la cama con el aire acondicionado puesto y un adocenante rumor de olas entrando por la ventana y no ese ruido de obra que mete la erección de un modesto edificio de viviendas clase media que hay frente a mi casa, que parece que están levantando El Escorial. Sigo.

Más allá hay gente esperando a que abra El Corte Inglés. No unas cuantas personas. Muchas. Y falta un buen rato. ¿Urge un pintalabios, reservar un viaje, comprar papel higiénico, catar el aire acondicionado, desayunar tortitas? El Corte Inglés es un refugio, un gozo, un supermercado, un mundo, una americana que te queda bien, un anillo de pedida, un perder la mañana perezosamente mirando bañadores o vinos franceses en el Gourmet. Un paraiso con el problema de que abre a partir de las diez. Un paraiso con horario. Tentado estoy de preguntar a un viandante que en realidad es viaparado, dado que no anda, oiga, ¿y usted qué hace aquí esperando? Claro que, bien mirado, a lo mejor soy yo el que está esperando a que abran y todos los demás son columnistas de periódico que están observándome para después llevarse esta escena a la columna.

Al fondo hay una parada de taxi. Están ociosos. Los taxistas. Así que miran. Yo creo que también se preguntan cómo es posible que haya tanta gente en la puerta, alrededor del edificio, quedando todavía como quedan veinte minutos para que se pueda entrar. Me dirijo al quiosco. «El quiosco», dado que a este paso no va a quedar más que ese. Pues está cerrado. Aunque bueno, da igual, le han puesto un carril bici delante y era imposible acceder a él. A lo mejor mañana salgo en bici, podría sortear obstáculos, recoger adverbios y fijarme en los epitalamios, las minifaldas, los extintores, los macarras y la ausencia de playa. Voy a buscarla. A veces en esta ciudad costera no se ve el mar. O sea, es imperfectamente bella. Tropiezo con un cascote de las obras del metro.