El otro día fui al aeropuerto. No importa a cual. La primera y más delicada y arriesgada misión al llegar a un aeropuerto es aterrizar el coche. Los aparcamientos de los aeropuertos españoles suelen ser laberínticos, complicados, pensados para que des vueltas, para que pases en ellos el mayor tiempo posible y pagues más. Y siempre están en obras. Puedes ir en taxi, claro, pero el peligro es que te dejes el dinero equivalente al que tendrías previsto gastar en las vacaciones.

Una vez extenuado de la caminata y encontrado el mostrador de facturación tiene usted que resignarse a la denominada ley de ´la cola en la que no estoy siempre va más rápido´. El otro día hice una cola para facturar de una hora y siete minutos. Siempre hay mostradores vacíos que no te explicas por qué están vacíos. Siempre hay gente que cuando está ante el mostrador tarda y tarda y tarda. Lógico. Le están contando su vida al empleado o empleada de la línea aérea, por que sabe usted que tal y cual y lo de más allá y mi hijo esto y es que yo? Uf qué coñazo.

Esto no es un artículo contra volar ni contra viajar, ni contra los aeropuertos y sí a favor de la racionalidad y el sentido común. A veces en un aeropuerto lo que más vuela es la imaginación. Nos queda ahora el control de seguridad, claro. Y ahí hace uno la autocrítica: a ver alma de cántaro, para qué llevas las moneditas, para qué continuas con la botellita de agua en la mano. Y el cinturón. Para qué te pones cinturón (además que con las bermudas y lo que has engordado no te hace falta) si sabes que te lo vas a quitar. Bueno, al menos lleva uno los pies limpios no como aquel tipo, un año hará, que me tocó cerca y al que hicieron descalzarse. Fue quitarse las deportivas que llevaba y desatarse la guerra química, la madre de todos los hedores, la roña campando a sus estrechas y a sus anchas.

Volar es un placer sensual. Conserva algo de glamour. Nadie nos obliga a volar en pleno agosto, apreturas, malos humores, retrasos, mal educados y catetos. Ser cateto no tiene nada que ver con el lugar de nacimiento o residencia. Es una actitud mental. Hay catetos de Nueva York (¿ah, pero en España hay tiendas de ordenadores?) y cosmopolitas de Fregenal de la Sierra.

En la cola para entrar al avión siempre hay alguien que protesta, alguien que no se entera, algún borrego que quiere salir de la manada, el que ha oído por el altavoz siete veces que su fila entra luego pero se empeña en entrar antes. Lo de que todo el mundo quiera meter en los armarios de encima de los asientos un piano de cola tiene un artículo en sí mismo. Una vez en un vuelo a Madrid vi a uno que quería meter a la suegra. La mujer estaba dispuesta, con tal de que no la dejaran en tierra. Finalmente se impuso la cordura. Además de que la señora es que no cabía.

Las dimensiones de los asientos, como tema, tienen más que un artículo, una querella, una denuncia ante el Tribunal Penal Internacional de la Haya. No cabe el culo. No caben las piernas. Las rodillas te dan en el respaldo del otro. A mí siempre me toca delante además un nota o una nota que se empeña en reclinar el asiento todo lo que puede. Llevar una aguja y pincharle el codo no falla. No lo digo por propia experiencia, líbreme Dios, pero lo he visto. Y el respingo que pega el desconsiderado es importante tirando a hilarante, casi descojonante. Vaya meado. Mejor. El pasillo es tan estrecho que para llegar en pleno vuelo al baño hay que hacer tamaños equilibrios que puede parecer que está usted, con tanto vaivén, borracho. Y se expone a que le ofrezcan otra copa, le cobren veinte euros por ella y a continuación le monten el pollo por estar borracho y amenacen con expulsarle del avión. No sin antes ofrecerle un café que le despeje. Café por el que le cobrarán cinco euros. Siete si quiere galletita.

Hay que aterrizar cuanto antes en la realidad. Pedir más empleados y mejores sueldos, más civismo y educación en aeropuertos, líneas aéreas, rentacares, hoteles, bares, etc., más diligencia y buenas maneras, mejores infraestructuras, un trato más digno. Y que vuelvan a darte el periódico en el vuelo. Ah, y poder robar la manta de Iberia. Sí, ya sé que son peticiones estrambóticas, fuera de la realidad. Como de estar en las nubes. Sin haber facturado antes.