La llamada crisis migratoria está sometiendo a dura prueba valores de los que, con razón o sin ella, parecía enorgullecerse hasta ahora Europa: valores como la solidaridad y el respeto de los derechos humanos.

Lo hemos visto con la negativa de los países del llamado grupo de Visegrado - Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia- a acoger cualquier cupo de refugiados como pretendía Alemania.

A lo que se ha sumado el hartazgo de Italia con la llegada a su territorio de personas que en muchos casos simplemente intentan mejorar su suerte, exacerbado por la llegada al Gobierno de Roma de un partido claramente xenófobo como es la Lega de Matteo Salvini.

La negativa de las autoridades italianas a acoger en cualquiera de los puertos de ese país a barcos de las ONG que tratan de salvar a los migrantes en su peligrosa travesía del Mediterráneo, cumpliendo así sólo las leyes del mar, es contraria al mínimo espíritu humanitario.

Negativa a la que por cierto se ha sumado Malta, un país de la UE que, mientras rechaza a los migrantes, brinda una excelente acogida a las grandes fortunas en busca de algún paraíso fiscal. ¡Toda una vergüenza para Europa!

Un problema tan complejo como las migraciones, que obedecen a causas tan distintas como pueden ser las guerras, un régimen opresor o la simple miseria económica, se ve además últimamente agravado por la proliferación de los mensajes más venenosos y racistas en las redes sociales.

Lejos de intentar explicar ese fenómeno como consecuencia de una globalización cada vez más desigual, de la invasión de países con falsos pretextos o de la explotación de los recursos del mundo en desarrollo, los pescadores en el río revuelto de la política se dedican a echar más leña al fuego.

Los migrantes se convierten así en fáciles chivos expiatorios y sirven a Gobiernos y partidos para desviar la atención de los ciudadanos de problemas sociales y económicos con los que aquéllos no tienen, sin embargo, la mínima relación.

Una regulación ordenada de las migraciones en sus puntos de origen se vuelve cada vez más urgente en vista del crecimiento de la ultraderecha populista, que amenaza con resucitar viejos fantasmas que sólo han traído desgracias a este continente.

No basta por otro lado proponer, como ha hecho algún político, un nuevo plan Marshall para África o pensar que, aumentando la ayuda al desarrollo, el problema va a quedar resuelto y nuestra conciencia, tranquila.

Hay que hacer algo mucho más difícil para los occidentales como es aprender poco a poco a renunciar a un estilo de vida que sólo ha sido viable hasta ahora mediante la explotación inmisericorde de los recursos limitados del planeta y el expolio de tantos miserables.