La pintura de Morandi, en especial la de sus bodegones, funciona como un sensor: a algunos no les dice nada esa quietud metafísica, pero a otros los transfigura, pues en esa paz aparente de los objetos pueden percibir, por acción o por reacción, la esencia del movimiento que lo agita todo de forma continua, y el contraste entre esencia y apariencia resume la realidad total. Suponiendo que el puente Morandi, de Génova, se llamara así en honor de Giorgio Morandi, el nombre habría estado, al final, bien puesto, una vez acreditado que su quietud era sólo una prolongada apariencia, a la espera de un fatal movimiento. Sin embargo el argumento se viene abajo al saber que fue el ingeniero-arquitecto homónimo que hace más de medio siglo diseñó el puente quien dejó en el su nombre, hundido también para siempre entre escombros, mientras Giorgio Morandi sigue en la eternidad de sus bodegones.