Que Antena 3 me perdone, pero he bajado a la Feria así, a lo loco, sin chaleco antibalas ni nada. Es cierto que en algún momento me he sentido herido, pero ha sido en el amor propio cuando se han dirigido a mi diciéndome «Oiga, señor: ¿tiene hora?» o cuando el reflejo de algún escaparate de refilón me ha devuelto más calvo que largo. Me he visto envuelto en peleas, lo reconozco, pero todas han sido con camareros a los que les insistía en que me pusieran un gintonic de persona mayor, que son aquellos en los que la ginebra se enseña, no se ensaña. Pese a todo, he necesitado asistencia farmacológica, por vía de un prudente analgésico antes de dormir y más agua que la que demanda Murcia al despertar. He sudado porque hacía calor, lo que me ha reconciliado con las funciones de mi cuerpo serrano, y he echado de menos una rebequita en algunas casetas tempraneras en las que deberían hacer un homenaje a Shackleton, pero hemos vuelto todos, más o menos, sin lamentar más que una ronquera y algún malestar general.

Es cierto que he eludido alguno de los valles tenebrosos a los que alude el Salmo 23:4 y nos recuerdan las películas americanas, no por miedo a encontrarme allí a Pablo Bujalance levantando testimonio, sino porque más sabe el diablo por viejo que por diablo, y a mi es que el reguetón, el charco de profundidad variable con origen misterioso y las bullas no me gustan ni en Feria, por lo que un cambio de itinerario -con lo grande que es esta ciudad- es una decisión razonable.

Debo confesar una cosa: he visto pocos lectores de libros, pocos aficionados a la música clásica y pocos numismáticos dando rienda suelta a sus aficiones. Tampoco colombófilos, qué le vamos a hacer. En lo que queda de Feria intentaré fijarme más.