El presidente del «America first» parece decidido a hundir, cueste lo que cueste, las economías ajenas con tal de hacer buena la altisonante promesa electoral a sus crédulos compatriotas.

Es difícil, por no difícil imposible, que consiga esto último, por más que repita una y otra vez su estúpido eslogan: el mundo ha dejado de ser unipolar y ni siquiera el gran bocazas podrá impedir que así sea.

Pero mientras tanto, hasta que se convenza, si es que llega a convencerse alguna vez, de la inviabilidad de su egoísta intento, destrozará, eso sí, todo lo que pueda.

La última víctima de su egolatría es la Turquía de Erdogan, un político de talante populista y autócrata, de esos que en principio, y siempre que le bailen el agua, tanto gustan al republicano.

El Gobierno de Ankara se vio obligado a reaccionar con subidas de aranceles a una lista de productos «made in USA» a la guerra comercial declarada por Trump a sus socios comerciales.

Es un juego peligroso el de Trump con Turquía, dada la importancia que, por su situación estratégica y su poderoso Ejército, la OTAN atribuye al país del Bósforo, destacado miembro de la Alianza occidental al que le gusta coquetear últimamente con Moscú.

Consideraciones estratégicas al margen, este nuevo capítulo de la guerra comercial con EEUU, sumado a toda una serie de decisiones equivocadas del Gobierno de Turquía, han desestabilizado su economía y hundido a la lira.

Hay quien advierte del peligro de que la crisis económica que sufre ese país a caballo entre dos continentes pudiera llegar a alcanzar la virulencia de otras anteriores, como la crisis de Asia, que golpeó entre 1997 y 1998 a Tailandia, Indonesia, Filipinas, Malasia y Corea del Sur.

Exagerada o no, esa advertencia se sustenta en la rapidez con la que el virus turco contagió a las divisas de otros países que en principio poco tienen que ver con Turquía como Argentina, Suráfrica o Indonesia, pero también con la propia Rusia.

El problema es en cualquier caso el que ya conocemos de crisis anteriores en países emergentes: un país crece desmesuradamente y sus ciudadanos y sus empresas se endeudan en ese proceso gracias al dinero barato.

Atraídos por el repentino crecimiento económico, los extranjeros invierten masivamente por los beneficios inmediatos que pueden lograrse allí frente a la casi nula rentabilidad de su dinero en otras partes.

Pero con la misma velocidad con la que llegan esos capitales, pueden luego huir, como tantas veces ha ocurrido para desgracia de los países afectados.

La moneda local se hunde entonces frente al dólar y hace mucho más difícil la devolución de la deuda contraída en los tiempos de vacas gordas.

El capital no entiende de solidaridades, sólo busca beneficios. Y cuanto más rápidos, mejor.