El anunciado crepúsculo de las ideologías ya ha asomado. Los partidos están renunciando a cualquier intento de plantear un ideario concreto, sea cual sea, o de proponer criterios a seguir por sus afiliados y valorados por la sociedad de la que traen causa. Ese espacio es sustituido hoy por la facilona gestualidad y por el foco exclusivo en el líder, aunque se trate de una personalidad no necesariamente sobresaliente. En esto nos alejamos de otras democracias, que ponen el énfasis en el perfil de sus políticos por su exitosa peripecia vital, confiando que puedan triunfar también en el gobierno. Tanto en el panorama interno como externo es complicado encontrar apuestas ideológicas e incluso el propósito mismo de elaborarlas, ocupando su lugar episodios de pandereta que transitan con inusual fugacidad y que no dejan mayor poso en la ciudadanía, contribuyendo a generar en ella una perceptible sensación de orfandad y de notable desorientación.

Que esto es así lo certifican los sucesivos cónclaves de las diferentes formaciones. No es tarea sencilla la de descubrir sus principios específicamente ideológicos por la elemental razón de su inexistencia. El resultado es un caudillismo impropio del sistema de partidos, en el que el elegido no se somete a la doctrina que puedan configurar sus correligionarios, sino que es él el llamado a diseñarla a su libre albedrío a medida que avancen los acontecimientos. A diferencia de lo que hasta ahora venía sucediendo, en que las diferentes familias políticas solían confrontar sus ideas en estos congresos, todo queda reducido en la actualidad al simple reparto de poder derivado del apoyo a quienes aspiran a liderar un partido.

La experiencia norteamericana puede presentarse también como una interesante muestra de este preocupante ocaso de las ideologías. Tras hacerse con la candidatura republicana y ganar las elecciones, el titular de la Casa Blanca viene manteniendo postulados muy distantes a los tradicionales del Grand Old Party. Del matrimonio de conveniencia de los primeros meses hemos pasado a una opa hostil de Trump sobre la formación del elefante, incapaz hasta el momento de enfrentar los continuos ademanes del magnate metido a gobernante. Hay quien conjetura que esto conducirá al final del centenario partido, precisamente por esta imposibilidad de hacer prevalecer su ideario frente a quien le trae sin cuidado tal asunto.

Aquí, las convenciones de las opciones preponderantes, sin excepción, continúan organizándose en torno a las figuras que las encarnan, depositando en ellas las claves ideológicas del futuro. Nada cabría objetar si esos gerifaltes fueran unos portentos en estos terrenos o al menos plasmaran con alguna claridad sus pensamientos, que no parece ser el caso por las fintas a las que nos tienen acostumbrados. No hay fuerza parlamentaria que dedique tiempo a cuestionarse seriamente qué sociedad persigue y con qué fundamentos, malgastando los esfuerzos en respuestas a acontecimientos coyunturales que se abordan sin demasiado criterio previo y sobre todo empleando genuinas tácticas demagógicas y propagandísticas de contrastada eficacia.

Por ello, no cabe más que reconocer el pleno acierto de Fukuyama al prever el progresivo declive de la política y su reemplazo por este pueril contexto y por la economía. Pero, al venirnos las cosas del dinero impuestas por la globalización y los procesos de integración regional, como el europeo, lo único que le queda a la política es el simple recurso al atractivo físico o simpatía del candidato y las ocurrencias que vaya ofreciendo a las situaciones que se encadenen cada jornada, algo para lo que no parecen haberse configurado los alambicados sistemas que dan soporte a las democracias contemporáneas.

Sobre este horizonte desideologizado, además, se proyecta como amenaza adicional el clientelismo y los influyentes grupos de interés, algunos de formidables dimensiones financieras muy superiores a muchas naciones. Las lagunas ideológicas de los gobiernos los convierten con frecuencia en meros títeres de estas multinacionales, a las que el día menos pensado se les cederá hasta la capacidad regulatoria de sus propias actividades, si no se ha hecho aún.

En suma, o retornamos pronto a los cimientos ideológicos que desde siempre justifican el modelo de partidos, actualizándolos cuanto se quiera, o no quedará más remedio que repensarlo a fondo. Lo que no puede ser es entregar un país y su poderosa estructura a dirigentes sin pautas debatidas y decididas en libertad en sus filas y apoyadas luego mayoritariamente por el electorado. Una escenario como ese no supera el más elemental test democrático, por más que no nos demos cuenta.