¿Pintaban algo las banderitas españolas en el homenaje a los muertos del atentado de Barcelona del año pasado? ¿Pintaban algo las pancartas independentistas? ¿Y los lacitos amarillos? Es cierto que el homenaje de este año ha sido mucho más sobrio y no ha estado ensuciado por la turbia manipulación del año pasado, cuando todo el supuesto homenaje se convirtió en un aquelarre indepe. De acuerdo. Pero es una vergüenza que no seamos capaces de organizar un acto en el que haya respeto hacia las víctimas por encima de todo, y en el que nadie intente aprovecharse del dolor ajeno para hacerse publicidad o sacarse algún rédito político.

Los 16 muertos y los 120 heridos tuvieron la mala suerte de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, cuando justo un minuto antes seguramente pensaban que estaban en el lugar más bello y agradable del mundo. Un señor de Granada y su sobrino nieto catalán volvían de una excursión por el puerto de Barcelona. Un turista italiano paseaba con sus hijos. Una abuela y una nieta portuguesa quizá se estaban haciendo un selfie o miraban el cielo -esa luz del verano en Barcelona- o se decían que qué suerte habían tenido haciendo aquel viaje. Un niño australiano, también de tres años, suspiraría por un helado o una Coca-Cola helada. Un padre italiano, muy joven, iba de la mano de su hijo y quizá pensaba en aquel mismo momento, mientras cruzaban las Ramblas, que el mundo era un lugar maravilloso.

Lo que vino después debería figurar en la historia nacional de la infamia. Y no sólo el atentado y sus protagonistas, todos buenos chicos, todos niños ejemplares, según nos han hecho creer, que de repente se convirtieron en monstruos que querían volar media Barcelona en un atentado que superara lo nunca visto. Ningún vecino ni amigo ni conocido ni familiar vio nada raro en ellos, nadie sospechó nada, nadie pensó que se estaban comportando de forma un tanto anómala o que decían cosas que antes no habían dicho nunca. Hace años, un periodista que investigaba el asunto me contó que la mitad de las mezquitas de Cataluña son nidos salafistas pero que nadie sabe cómo ponerle remedio porque nadie se atreve a meter mano en un asunto así. En los homenajes a las víctimas nadie ha hablado de los asesinos ni de las ideas que les llevaron a cometer los crímenes. Es como si los muertos hubieran sido víctimas de un tornado o de un puente que se había caído, como en Génova, y no de un atentado planificado y organizado y probablemente financiado por gente que sabe muy bien lo que quiere y cómo obtenerlo, y que se mueve por puro odio a todo lo que somos y a todo lo que significa una ciudad como Barcelona (o como Palma o Madrid o Londres o Casablanca o Damasco: gente, tiendas, cines, comercios, paseos, bares y miles de historias posibles que se presentan a cada momento). Los yihadistas odian la diversión, odian el placer, odian el amor, la música, el simple contacto humano; odian a las mujeres que hacen su vida sin dar explicaciones a nadie; odian la prosperidad, las risas, las canciones, los bailes, los chiringuitos, las playas; odian todo lo que sea vida y bullicio y alegría y despreocupación, todo lo que no sea rigorismo y luto y mortificación y penitencia, todo lo que no sea su absurdo mundo medieval de castigos y de violencia indiscriminada. Y nos consideran pecadores e infieles a todos los que no pensamos ni vivimos como ellos. Pero por supuesto nadie se atreve a nombrarlos en las conmemoraciones, no vaya a ser que alguien se moleste o se sienta aludido, no vaya a ser que alguien nos acuse de decir algo inconveniente, vaya por Dios.

En fin, lo de siempre. Como es natural, en el homenaje se cantó Imagine, que debe de ser la peor canción de John Lennon y la más manoseada y la más inútil. Por suerte se cantó el Hallelujah de Cohen y el Qualsevol nit por surtir el sol, de Jaume Sisa, que son canciones magistrales y que sí tienen sentido en esta clase de actos. Pero una vez más sobró la politización y el uso bochornoso del dolor ajeno. Repito: sobraron las banderas españolas, los lacitos amarillos y las pancartas. Y sobró todo lo que no fuera un homenaje respetuoso a esa gente que paseaba por las Ramblas y a la que unos chicos supuestamente muy buenos y muy formalitos y muy integrados y muy educados arrollaron como si estuvieran jugando a los bolos. ¿Y por qué? Bueno, eso por lo visto todavía no lo sabe nadie.