No sé si han oído hablar de Alex Jones. Es un auténtico mamarracho, uno de esos disparates de la Creación que han aflorado en la era Trump lo mismo que los hongos con la lluvia.

Pertenece a un club de comunicadores que se autoproclama libertario, sin que ello tenga que ver con el viejo libertarismo, y que divulga las teorías más repulsivas y extravagantes, todo tipo de trolas incendiarias, movidas por un afán inequívoco de provocar incitando a la vez a la violencia. Por ejemplo, que Hillary Clinton promovía una red de pedofilia en el sótano de una pizzería de Washington o que Obama mantiene relaciones sexuales con diez hombres al día, etcétera, etcétera.

Dirige un informativo que se llama Infowars, y su verborrea paranoica llega a tal extremo que el pasado 6 de agosto Facebook, Spotify, Youtube y Apple decidieron retirarla de sus servidores. Twitter tardó algo más, manteniendo que el estilo inflamado del locutor no vulneraba las normas de la empresa, pero finalmente ha suspendido también la cuenta de Jones por un período de tiempo. Inmediatamente ha resurgido en la opinión pública el debate acerca de cuáles son los límites de la libertad de expresión, qué se puede decir y qué no sin que resulte censurable.

¿Se puede mentir para sembrar el odio hacia los demás? Jones ha sabido situarse hábilmente en el centro de una conspiración para estrangular la libertad por parte de la izquierda, a la que según él apoyan las grandes corporaciones y los millonarios. El suyo es un delirio interesado al igual que lo son sus tergiversaciones de la realidad. El problema es que el submundo informativo del paranoico comunicador americano de la ultraderecha es una tendencia irrefrenable en las redes sociales que viven de alimentar este tipo de controversias. Igual hay que seguir condenando a Jones sin vetarlo para no romper la norma sagrada, pero la libertad para expresarse mintiendo que reclama es un ejercicio contra la libertad de otros.