El pasado tiene un derecho sobre el presente, está en condiciones de exigirle que lo rescate, que salga en su defensa, que pelee por él. Es una reflexión que nos ha regalado Walter Benjamín expresiva de lo que muchos españoles pensamos con respecto al largo proceso de normalización política española, iniciado hace cuarenta años y aún inconcluso en algunos aspectos.

Entre los asuntos a revisar/rescatar ocupa un papel relevante el de la permanencia de la simbología franquista (fascista) en los espacios públicos, y de entre todos ellos muy especialmente el Valle de los Caídos representa la irregularidad más llamativa.

La llamada transición política española, ejemplar en muchos aspectos, fue imperfecta en términos de justicia histórica por cuanto se basó -en parte- en un ejercicio de amnesia más o menos consensuada o deliberada (en aquellos momentos no podía ser de otra forma) con respecto a asuntos delicados que, pasado el tiempo, e instaurado y consolidado el sistema democrático, debieran resolverse sin grandes alborotos, y este es uno de ellos.

La retirada de la profusa simbología franquista que aún coloniza calles, plazas, iglesias, y protagoniza reiteradamente eventos públicos, no debiera resultar polémica, por cuanto no trata de ofender a nadie, sino, antes bien, tiende a restaurar la normalidad, impidiendo la exhibición de símbolos identificados con el sufrimiento gratuito de muchos españoles. Los otros dos países europeos que, junto a España, abrazaron históricamente el fascismo -Alemania e Italia- hace tiempo que han resuelto el asunto, llevando a sus respectivas normas penales la apología del fascismo (exhibición de símbolos, saludos, etc.) como supuestos constitutivos de delito, susceptibles de penas de prisión bastante severas. No ha sido este el caso español, seguramente por la perdurabilidad del régimen franquista y su final «negociado», pero su eliminación constituye una deuda con el pasado, a satisfacer especialmente a aquellos que han vivido las concesiones de la transición con especial dolor.

Los detractores de estas iniciativas argumentan que no se debe volver la vista al pasado, ni remover asuntos que consideran cerrados, tras los pactos políticos llevados a cabo durante la transición política. Esta concepción de la transición política española, como modelo cerrado y estanco, no susceptible de revisión, ha sido abrazado con pasión por la derecha política, alcanzando también a sectores de la izquierda que, habiendo sido protagonistas de la misma, la han elevado a la categoría de mito, en un exceso que perjudica y perturba su correcta comprensión.

Frente a esta postura se erigen aquellos que interpretamos la transición política española como un proceso inacabado, por cuanto, por razones de oportunidad política, espinosos asuntos no se pudieron abordar en aquella coyuntura, pero que, transcurrido el tiempo, no deben dilatarse mucho más. Y ello no significa, en modo alguno, participar de la opinión de aquellos que, desde una visión pacata y poco informada, descalifican el proceso de transición política, que ha rendido buenos servicios a la sociedad española.

Desde esta percepción, la exhumación de los restos de Franco, y la conversión del Valle de los Caídos en un entorno para la conservación de la memoria, al modo como Alemania ha procedido con los campos de concentración, forma parte de las deudas que nuestro pasado como país nos reclama.

El éxito de la iniciativa legislativa del Gobierno depende de la convalidación del Decreto Ley en el Congreso de los Diputados, y, en puridad, la eliminación de tamaña anomalía, constitutiva de ensalzamiento y homenaje al dictador, debiera concitar unánime consenso entre demócratas bien formados. Sin embargo, la derecha española siempre se ha mostrado renuente a la «desconexión» total con la dictadura. Será una buena ocasión, pues, para constatar realidades y sensibilidades, y medir la salud del sistema y de cada uno de sus actores.