Agonizaba el general más general, superlativo y generalísimo, en su cama pública cuando llegó desde el exterior del hospital de La Paz un rumor de voces exaltadas. Grupos de jóvenes devotos del Caudillo coreaban la frase: «Adiós, Franco, adiós» a modo de último homenaje a su ídolo. El ídolo propiamente dicho preguntó con un hilillo de voz a uno de sus ayudantes qué era lo que sucedía. «Son unos chicos que han venido a despedirse de Su Excelencia», le informó el edecán. «¿Y dónde dice usted que se van esos muchachos?», repreguntó el dictador, quizá convencido de su inmortalidad.

La anterior no es una anécdota verídica, sino uno de los muchos chascarrillos que circularon tras la muerte del general que aherrojó a España durante casi cuarenta años. Desde entonces han pasado cuatro décadas, pero ahí seguimos hablando de Franco como si aún estuviese vivo. Esto empieza a parecerse a una película del género gore en la que el Franco de la voz de tiple se levantase de su tumba para ejercer de muerto andante.

El que va a sacarlo mediante decreto ley y previo acuerdo mayoritario del Congreso es un Gobierno socialdemócrata apoyado por fuerzas de izquierda a las que se suman los nacionalistas periféricos. (Un detalle algo paradójico, si se tiene en cuenta que, durante la guerra civil, los corresponsales extranjeros se referían al Ejército rebelde de Franco como «las tropas nacionalistas»).

Es de esperar que el Consejo de Ministros gerenciado por Pedro Sánchez sepa qué va a hacer con la momia del dictador. Lo ponga donde lo ponga, el cadáver del general va a ser un lugar de culto probablemente más céntrico que el actual para la minoría de partidarios que todavía le quedaban. Pero sobre todo va a resucitar fantasmas nunca mejor dicho de un pasado que hasta ahora parecía tan lejano como la época de los reyes godos.

Ignoran quizá los promotores de la iniciativa que uno de los principios básicos de la propaganda es que hablen de uno, aunque sea mal. El olvido es la mejor y más cruel penitencia en estos casos, como bien sabría Lenin de estar vivo, al comprobar que su momia funeraria en la Plaza Roja de Moscú es olímpicamente desdeñada por el turismo.

Con Franco ocurría más o menos lo mismo. Los visitantes del Valle de los Caídos fueron el pasado año unos 280.000, cifra más bien exigua si se la compara con los 4,5 millones que recibió la Sagrada Familia o los tres millones de la catedral de Santiago. Bastó, sin embargo, que se anunciase la mudanza de sus restos a otro lugar para que la afluencia a Cuelgamuros creciese en julio un 45 por ciento con respecto al mismo mes del año anterior.

Infelizmente, la dictadura no cayó en España, sino que se reformó a sí misma para transformarse de tiranía en democracia bajo el mando del que entonces era secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez; y con la anuencia de un rey designado por Franco. Aquella fue una manera de decirle adiós y hasta nunca al dictador, sin riesgos de nuevos enfrentamientos civiles. Sorprende que ahora volvamos a decirle hola a su cadáver; pero es que este país es muy raro.