Siempre fue un poeta secreto dentro del pensamiento. Su oficio consistió en el talento de un observador de la realidad y de nuestra identidad social que desentrañaba igual que un Sherlock Holmes, sabueso de cabecera de la contemporaneidad, en palabras de su editor Jorge Herralde. En la escritura de sus libros hay un diálogo sereno, elegantemente crítico, como el que conversa, delante de un café mientras hace tiempo de subirse a un tren, con el lector que cruzará una frontera a bordo de unos cuántos pensamientos nuevos a los que darle vueltas y un destino. Ninguno impuesto. Reflexivos, lúcidos, con la hondura precisa. Sin la hostilidad de quién está enfadado con el mundo. Al contrario, la mirada y la prosa de Vicente Verdú contienen la sensibilidad y melancolía del poeta que desnudaba los sentimientos de la vida cotidiana, sus hábitos, vicios y placeres. Y también a los héroes y los vencidos, la construcción del universo, los días sin fumar, el éxito y el fracaso, la ausencia. No es extraño que al presentir la muerte este periodista etnólogo se despidiese por adelantado con el autorretrato de un poemario: La muerte, el amor y la menta. Una travesía sin máscaras, entre la ternura, el humor y el hombre de acuerdo en la voluntad de no vencerse a la gravedad y de defender la dignidad de lo vivido, publicado por Bartleby editorial.

A la muerte no se la detiene con el amor de una hija seducida por el misterio ni con partidas de ajedrez. De nada sirven una reina de blanco o un alfil de negro audaz en su jaque cuando ella surge del otro lado del pasillo y comprueba su reloj. Verdú supo retrasarla con la pintura feliz de sus últimos años y con los versos que fue preparando acerca del miedo, del hueco en agujero que en algunos deja el amor perdido que fue compañero de viaje, pareja de amor burgués a cuatro manos en un libro sobre el matrimonio. Fue su caso con Alejandra Fernández, su azul Klein y el blanco de sus pinturas con volúmenes y trazos en abrazo. Y finalmente con la poesía que definió como una voz basal dirigida a los sentidos. No sé si ritual, escenificación o juego de la cultura y sus ficciones, pero no cabía mejor lugar para presentar el adagio de su marcha anunciada y lenta que La Casa Encendida, acompañado de fondo por sus lienzos de expresionismo abstracto, metáfora de pájaros en vuelo o intercambiándose nidos; su canto a la vida con la muerte al alcance de la mano. Un acto de febrero con eco hasta al pasado martes. Seis meses, ese plazo que en la justicia y en la medicina suena a sentencia. Una tregua de tiempo para ir deconstruyendo la decadencia de la enfermedad, la memoria de agua de los recuerdos, la abstracción o la conciencia de Dios. El instante insobornable en el que en una ola se detiene el corazón, y la dureza del silencio se rompe en un suspiro extraviado.

No hay periodistas ilustrados en la época tertuliana de las pantallas que madrugan ideología o suben la adrenalina nocturna. Tampoco en la mayoría del lenguaje impreso, en alerta la mirada y desinhibido el lenguaje en disección y con goce de su palabra. Y entre los escasos a hallar en una mano, ninguno significaría tanto la condición de caballero. Un título que quizás le hubiese gustado a Vicente Verdú si al lado se le añadiese el de ciudadano. Dos términos unidos para calificar su actitud republicana como intelectual de lo cotidiano que supo hacer de la economía, de lo sociológico y de lo cultural una filosofía divulgativa que entró a formar parte de numerosas bibliotecas privadas y públicas. Y también de los premios que fueron reconociéndole su travesía por las páginas de Cuadernos para el diálogo, Revista de Occidente y el periódico El País donde fue responsable sucesivamente de Cultura, de Opinión y de Pensamiento. Idóneas trincheras en las que ha dejado numerosos amigos, igual que entre los de otros medios que tuvieron ocasión y suerte de entrevistarlo, ameno, sencillo, algo triste en su halo aunque irónico igualmente en su chispa crítica ante situaciones políticas, la caducidad de la verdad, las derivas de una sociedad en la que de nada sirven ya los antiguos conceptos culturales y éticos a los que nuestra generación intenta asirse sobre el vértigo del vacío, y los emoticones que han sustituido el pensamiento adulto.

Nada le fue ajeno. La verdad de las mentiras; la metamorfosis de la lectura; la fragilidad de la ignorancia; la belleza de la arquitectura; la ideología del fútbol; la muerte del artista; el sueño sexual del hombre; la anorexia de la lengua; la ropa interior a la vista; el ordenador como animal doméstico; la mirada vaginal; la miseria de la escuela; el personismo; la soledad del siglo XXI. Cualquier aspecto, tema, vacío y sentido de la vida llamaron su atención, y los fue diseccionando en los micro ensayos de sus columnas -en palabras de Francisco Umbral- proponiendo interrogantes, reflexiones sensatas e inquietudes frente a las que proponer una salida de reencuentro con el ser humano y la poesía de pensar y ser. Ese fue también su propósito en muchos de sus libros de más éxito como El planeta americano; El capitalismo de ficción; La ciudad inquieta; Yo y tú, objetos de lujo y El estilo del mundo, cuyos contenidos nos fueron indicando los nuevos horizontes de la transición entre un siglo de progreso y otro de recesión. Los tengo casi todos, subrayados, anotados de preguntas a su didáctica, y dedicados algunos por un Verdú tímido, amable, conversador templado, dispuesto siempre a meter por medio a Kafka, a Rothko, a Antonio López, a Ráfols Casamada, el arte como una escritura que se pinta desde la emoción y lo vivido.

No da tiempo a pensar sobre su óbito cuando en la resaca nos abandona también el poeta de la danza Lindsay Kemp. Maravilloso alumno de Marcel Marceau, dramaturgo de cuentos fantásticos que le buscó a los textos clásicos el gesto andrógino, la posibilidad de combinar teatro y rock y el divertimento clown. Pero sobre todo el heterodoxo ángel kabuki que fue Alicia, Salomé, Elizabeth, Cinderella, Onnagata, sin dejar de ser alma de Nijinski en mimo con enigmática sonrisa de blanco Cheshire. Tres veces hipnotizó al público de Málaga en el Cervantes. Hace un año regresó, tal vez otra despedida en gira, a ser un cisne reencarnado en la mujer de rojo, ingrávido a pesar de sus años, estrechando el escenario en cuadros y ampliándolo en cielo en cada una de sus transiciones de bailarín duende entre los sueños y las flores.

Nadie debería morirse en agosto. Lo mismo que Alejandro Casona, el dramaturgo olvidado que renovó la comedia burguesa entre lo real y lo onírico, prohibió suicidarse en primavera, en el cénit del estío sólo deberían suceder sueños de noches de verano, la iniciación del amor, el descubrimiento del sexo y la aventura con final en metamorfosis. O el ciclismo dándole la vuelta a Málaga a vista de pájaro, calidoscopio turístico, certeza de la belleza de un paisaje mediterráneo con eje en La Farola -que evidente en RTVE la amenaza grosera del rascacielos hotelero del puerto-, y de que no hay nada como la publicidad global de estos eventos deportivos para que el ayuntamiento rotule los pasos de peatones, borrados en su mayoría, aunque tan sólo sea por donde corren contra reloj los ciclistas y sobrevuelan Polifemo los helicópteros. Nadie debería lavarse la cara a una mano ni la muerte dejarnos huérfanos. Sólo deberían nacer sirenas y delfines. Y también seductores como Julio Cortázar, militante comprometido, soñador utópico, viajero de la autopista, trompetista de jazz, la sombra en gabardina de los puentes, el gato grande que le dio a la literatura una rayuela de Paris, la vuelta a las esquinas donde una pared dobla un mensaje de amor y un grafiti de batalla. Según se le dé la vuelta con la escritura o con los labios.

En estos tiempos de masacracia, de ojos con cataratas y de sociedad de bajo coste es importante recordar a Verdú: se siente pensando, se piensa sintiendo. Dos excelentes maneras de crear cultura contra su desahucio.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es