Un tipo, en el tren, me confesó que no había tenido suerte con las lecturas del verano.

-¿Y usted? -me preguntó.

-Bueno -dije-, yo este año he ido a lo seguro.

En ese instante me di cuenta de que, en efecto, había arriesgado poco por miedo al fracaso. Se fracasa como lector del mismo modo que se fracasa como autor, y no siempre resulta fácil dilucidar si el fracaso se debe al libro o al usuario. Christoph Lichtenberg decía que cuando del choque entre un libro y una cabeza surge un ruido hueco, la culpa no es siempre del libro. Pero al final el resultado viene a ser el mismo. El resultado es que puedes encontrarte con dos o tres semanas por delante sin una novela o un ensayo seguros que llevarte al alma. No sé cómo llena la gente las tardes (la del verano especialmente), pero las mías no admiten otro forro que el de la letra impresa.

-Recomiéndeme una lectura segura -dijo el tipo.

-Una lectura segura para mí, tendría que ser. Cada uno tiene las suyas.

-Vale, una lectura segura para usted.

-Bomarzo, de Mugica Laínez. Este verano la he releído por segunda vez en mi vida, y en los dos tomos con los que me enfrenté a ella por primera vez, hará de esto unos treinta años, quizá más, quizá cuarenta.

-Eso es casi como volver al barrio de la juventud -señaló mi vecino de asiento.

Sí, pensé yo. Volver a un libro antiguo es como volver al barrio de la juventud. De hecho, antes de abrirlo ya se adivina el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando tu retorno. Son las mismas que alumbraron etcétera. Volver a Bomarzo con la frente marchita resultó un ejercicio de nostalgia, pero también de entendimiento, pues aprecié en sus esquinas multitud de matices que se me habían escapado en la lectura de juventud. No solo no me decepcionó, sino que me asombró su capacidad de resistencia. Y la mía. Resistíamos los dos, la novela y yo. Creo que todavía soy un buen lector, me dije al terminarla. Y esa idea justificó todo mi mes de agosto de este año.