Hace tan sólo unos días que la clarividente pluma de José Antonio Sau, periodista y escritor a quien no sé ya si llamar amigo, compañero o maestro, testimoniaba en este mismo diario las diatribas de «Una ciudad sucia», la nuestra. Ni que decir tiene que, en lo que se refiere a la limpieza urbanística, la comparativa con el norte es odiosa, como todas. Pero no es menos cierto que si no pudiéramos comparar estaríamos renunciado a la posibilidad de verificar públicamente que existe una mejor manera de hacer las cosas: mejor en cuanto a gestión, mejor en cuanto a dotación, mejor en cuanto a ejecución y mejor en cuanto a civismo ciudadano, que ésa es otra. Pero vayamos, como dice la canción, de lo externo a lo profundo. Para no quedarnos estancados en la espiritualidad de las reflexiones, pongamos nombre propio a la mugre, por decir mugre. Si les parece, centrémonos en una ubicación concreta. Un poner, la calle Victoria. Si Jean Baptiste Grenuille, pintoresco y psicótico protagonista de El perfume, en vez de nacer entre los desechos de pescado del mercado del París del XVIII, lo hubiera hecho en la calle Victoria, le hubiera estallado la pituitaria de asco. Y ahí se acabaría la novela. Una lástima. Apenas hubiera alcanzado para relato corto. Yo, que deambulo por ella cada día, he llegado a ver ratas durante el tiempo ordinario, como dice la Liturgia.

Varios días a la semana. Ratas de lomo ancho, gordas como liebres. No se piensen que habla uno de Ratatouille, de Mickey y Minnie o de Alvin y las Ardillas. Si Diana, villana de la mítica serie V, las pidiera espetadas, se dejaría el plato a mitad por empacho. Y digo tiempo ordinario porque de las resacas de los días de feria y algarabía, mejor ni hablar. Las camadas roedoras van cantando por sevillanas aquello de «y vamos a bailar con Málaga bajo este sol que ilumina la feria donde brindamos». Como la rata del anuncio de Alvifeet, qué arte tenía. Que no me lo han contado, que las he visto yo con estos ojitos que se han de comer los gusanos; o las ratas, si me entierran en la calle Victoria, disculpen la reincidencia. Al final, de habitual que resulta el cruce con ellas, las llega uno a conocer casi por su nombre. O al menos por sus señas: La de las patas peladas, la del tumor en el lomo o la del morro cortado. Pero no todo son los mamíferos. Los naranjos plantados a lo largo de esta rúa nacen y crecen deseando morirse, como desgraciados retazos moribundos del reino vegetal. Cómanse una de esas naranjas si piensan que exagero, échenle un par. Antes me bañaba yo en Palomares que tocarlas sin guantes. La pringue, por otro lado, va cambiando su forma y su derrama tanto en el asfalto como en las aceras. A veces, uno juega a imaginar qué silueta caprichosa va a configurar al día siguiente. Algo así como darle forma de animalito a las nubes que planean sobre el atardecer, pero en asqueroso. Y, por supuesto, nada romántico. Se parece más, quizá, a las caras de Bélmez. Pero aquí no hay espíritu que se aparezca, supongo que por la peste. Que proliferen los contenedores para las basuras tampoco es, por sí sólo, signo de limpieza y cuidado. Los de la calle Victoria dan cuenta de una gestión y un uso nefasto. Todo se derrama, todo rezuma, todo corta el paso. Por no hablar de la contaminación acústica. ¿Saben ustedes aquel de los cuatro ingenieros de fama mundial que se juntaron para crear el artefacto que hiciera más ruido de forma innecesaria y a deshoras? Pues eso, crearon el camión de la basura. Un F-18, cuando aterriza, alborota mucho menos. Y si este espectáculo acontece en la calle Victoria, que no es la calle Larios pero que no deja de ser enlace entre el centro urbano y el Santuario, ¿qué ocurrirá en los extremos, en las periferias? Porque Málaga es limpia según por donde pases y según cuando pases. Y ello, como dice mi amigo Sau, no denota un servicio integral. Tan sólo una pasada de paño por aquellos tramos donde echa el ojo la suegra.