La memoria no es infalible. Buena prueba de ello son los testigos que han de deponer en juicio. Todos tienen obligación de decir verdad pero, aún así, suelen ser dispares los relatos y detalles que cada uno expone ante Su Señoría. ¿Mienten todos? A veces sí, pero no necesariamente. La memoria es subjetiva, caprichosa, imperfecta, inducida, sesgada, en definitiva, la memoria siempre está condicionada por el paso del tiempo y el entendimiento o voluntad de quien ha vivido una experiencia.

Este es un amplio campo de estudio de la neurociencia, cuyas conclusiones reconocen que la memoria nos engaña al tergiversar y modificar el recuerdo de los hechos. Como muestra un botón: Innocence Project, organización que usa las pruebas de ADN para aclarar casos mal cerrados, ha contrastado que las falsas identificaciones llevadas a cabo por testigos presenciales son la principal causa de las condenas erróneas en más del 75% de los casos. Repito, el 75% de los casos de inocentes condenados.Por eso es absolutamente necesario coger la memoria con pinzas y confrontarla con hechos objetivos, incontrovertibles, históricamente documentados, que no dejen lugar a dudas, para llegar a una conclusión correcta.

Basarse sólo en el recuerdo, en la memoria, es un gravísimo error que conlleva fatales consecuencias, algo que, los ciudadanos de un país democrático no deben admitir. Apelar a sentimientos, líneas de opinión o viejas rencillas nunca puede ser el criterio para establecer la verdad histórica o la certeza de lo recordado. Sólo hay un criterio válido para establecer la verdadera memoria, y consiste en someterla a contradicción, para que, con todas las garantías, obtengamos la realidad de lo sucedido. Historia se llama. Lo contrario es adoctrinar, mentir, con la intención de que, quién no vivió el hecho objeto de estudio, se crea la versión oficialmente impuesta. Un arma de propaganda política tan vieja como la propia política, como el propio hombre, como la propia mentira.

Crea cierta incertidumbre eso de que la ciencia nos confirme que lo recordado pudo no haber ocurrido como nosotros creíamos. Aquel verano, el primer amor, un accidente de coche, un concierto, miles de recuerdos que ahora debemos poner en duda. Cuántas veces un familiar ha contado una anécdota y otro le ha dicho que aquello no fue así. Cuántas veces un amigo ha narrado una historia compartida y hemos creído que exageraba.

Ya dijo el filosofo John Dewey que la vida primaria de la memoria es más emotiva que intelectual y práctica. Es decir, nos convencemos de una realidad, bien por placentera o traumática, que el tiempo se encarga de moldear a nuestra imagen y semejanza en base a miedos, dudas, apetitos y demás imperfecciones humanas. Esto ya quedó de manifiesto en la litis entre el filonazi y negacionista del holocausto, David Irving, contra la historiadora judía, Deborah Lipstadt. En ese juicio se consiguió acreditar la existencia del exterminio semita bajo órdenes directas de Hitler única y exclusivamente a través de pruebas documentales y testimonios de expertos historiadores. Por qué no declaró ni un solo superviviente de los campos de concentración durante el juicio. El equipo jurídico demostró a la Sra. Lipstadt que, por increíble que parezca, aquellas personas revivían aquel infierno con infinidad de subjetivos condicionantes tan bien intencionados como desafortunados. Al final la ciencia, la Historia y los documentos, o lo que es lo mismo, la prueba pericial objetiva, ganaron el juicio a la mentira, los sentimientos y los intereses bastardos.

España anda estos días entretenida con lo de la memoria, apedillada histórica, exhumando momias, decretando lo que ocurrió y lo que no, posicionando a la gente en un asunto sobre el que la gente no recordaba que tuviera que posicionarse, confundiendo lo urgente con lo oportuno, contraviniendo el espíritu de la reconciliación. El problema de todo esto es que la Historia y la memoria no pueden manipularse a través del color del bando con que se mira.

Nuestros abuelos apostaron en la Transición por perdonar sin olvidar, y ahora, dos generaciones más tarde, nos obligan a olvidar y no perdonar.