Las leyes divinas no tienen ambigüedades. Nada que ver con las humanas, sometidas a innumerables interpretaciones. Descalzarse es obligatorio al entrar en un templo hindú. Un requisito bastante simple. O entras descalzo, o no entras. Los dioses hindúes dejan las cosas claras desde el principio, hasta las limosnas y ofrendas están perfectamente cuantificadas en las paredes de los templos. Según el milagro que requieras, pagas un precio u otro.

La religión siempre ha sido muy meticulosa en sus instrucciones. Es necesario hablar claro para que cualquiera, independientemente de su cultura y educación, pueda desear los beneficios celestiales y obedecer los dogmas terrenales.

Me descalzo. El tacto de la piedra es tibio y arenoso. La mayoría de las losas están erosionadas por los millones de pies que las han recorrido. Pies derechos o izquierdos, sucios o limpios. Pies delicados, pies heridos. Curtidos al sol o reservados bajo el abrigo de un buen cuero. Pies comprometidos o huidizos, pies de paria, sudra, vaisía o chatria. De occidental o de hindú.

Una característica llama mi atención en los dedos de los pies hindúes. La separación más pronunciada entre su dedo pulgar y el índice, como si uno de ellos estuviese enfadado con el resto. Me pregunto el motivo mientras avanzo entre las columnatas del templo con cuidado de no meter el pie donde no debo. Deduzco que se debe a las chanclas que calzan habitualmente los habitantes de esta parte del sur de la India. Chanclas que se ajustan mediante un eje de goma situado entre el pulgar y el índice del pie. El pie ha evolucionado para amoldar la postura. El cuerpo y el alma siempre se acomodan al entorno.

La catástrofe de Kerala ha inundado diarios de todo el mundo con la misma fuerza que el monzón ha arrastrado la vida de familias pobres sobre un lodo previsible y antiguo. Llevo varias semanas viajando por el Sur de la India, y he sido testigo de los terribles sucesos ocurridos en la región de Kerala. Testigo a través de los medios, porque tuve la fortuna de enterarme de las inundaciones dos días antes de mi prevista llegada. Rectifiqué mi recorrido en cuatro pasos de internet y al momento dejé atrás Kerala y todo el sufrimiento de esas personas.

La conciencia humana ha adquirido una extraordinaria capacidad de adaptación a los acontecimientos. Tan pronto como surge una noticia, la convertimos en centro de atención durante un par de días para archivarla después en la trastienda de las emociones. La atención retrocede como el agua del monzón. Es una experiencia globalizada, como los comercios de Zara, Starbucks o McDonalds. En cualquier parte del mundo se ha logrado reducir eficientemente la atención sobre catástrofes. Incluso aquí, en el epicentro de la tragedia, ya se ha suavizado el impacto mediático cuando aún hay cadáveres que rescatar bajo los escombros.

Camino cabizbajo tratando de no llamar la atención de los fieles que se apelotonan frente al sacerdote para ser bendecidos y entregar sus ofrendas. Quizás la religión tenga respuestas para explicar por qué esas tragedias casi siempre se ceban con los más débiles. O puede que la religión también se haya acomodado a esa evolutiva manera de optimizar el olvido.

La India aún tiene pies de lodo en gran parte de su territorio, con una distribución muy polarizada de la riqueza. Una diferencia fomentada por el sistema de castas que provoca que la separación entre unos ciudadanos y otros sea tan abismal como la distancia entre el pulgar y el índice de sus pies.