Un hilo fino une dos pontificados en apariencia tan opuestos como el de Karol Wojtyla y el de Jorge M.ª Bergoglio: la apelación a las masas -ya muy disminuidas, como se ha podido comprobar en Irlanda-; los continuos gestos mediáticos y la voluntad de intervenir, de forma más o menos directa, en los grandes debates políticos del momento: la crisis de los refugiados o la crítica velada a los Estados Unidos, en el caso del papa argentino; el combate contra el totalitarismo comunista o la defensa de la vida frente a la cultura de la muerte, en el caso de Juan Pablo II. Ambos llegaron a la Cátedra de Pedro faltos de experiencia romana. Procedían de mundos lejanos, singulares desde una perspectiva teológica e intelectual. La Polonia de la segunda mitad del siglo XX fue una víctima sangrante de los dos grandes totalitarismos europeos y escenario principal del genocidio que sufrieron los judíos. La Argentina de Bergoglio es inseparable de la larga experiencia peronista y de las sucesivas dictaduras militares que asolaron el país austral. No podemos dejar de lado ninguna de las dos variables biográficas: ni el fervor mariano en que se amparaba el patriotismo polaco en su lucha contra la dominación soviética, ni el rostro del debate político en la América Latina durante estos últimos cincuenta años. El delgado hilo que vincula ambos pontificados se sustancia además no sólo en determinados rasgos psicológicos, sino en el escaso conocimiento por parte de los dos pontífices de los complejos intríngulis de la Curia, una feroz maquinaria de enfrentamientos personales.

Si a Juan Pablo II se le acusó de haberse apoyado en exceso en su camarilla polaca y en los denominados ´nuevos movimientos´ de la Iglesia, y a Benedicto XVI -el papa que no quería ser papa- de no saber gobernar la Curia con la firmeza necesaria, a Francisco se le reprocha haber caído en el mismo error de Wojtyla, aunque en un sentido contrario: el actual Santo Padre habría confiado demasiado en el grupo de cardenales de orientación progresista que lo aupó al poder; en ocasiones quizá, como hemos podido comprobar con el escándalo sexual que ha supuesto el estallido del caso del cardenal McCarrick, hasta rozar la imprudencia.

Pero es obvio que no se trata sólo de una cuestión de confianza. El catolicismo vive una enorme fractura interior que esta semana ha saltado con toda crudeza a la luz pública, tras el impactante ´yo acuso´ del exnuncio del Vaticano en los Estados Unidos, el arzobispo Giancarlo Viganò, que llega al extremo de exigir la dimisión del papa. No cabe duda de que el salto adelante dado por la oposición a Francisco tiene escasos precedentes en la historia reciente de la Iglesia e implica a cardenales, obispos, sacerdotes y laicos. La táctica utilizada sería la propia de las sociedades posmodernas, que se lleva a cabo en las redes y en los medios de comunicación. El crecimiento del laicado en el seno de la Iglesia ha supuesto una mayor demanda de transparencia, una especie de control democrático sobre una realidad que, históricamente, nunca lo ha sido. Azotado por la furia de la guerra cultural que enfrenta a conservadores y liberales, un catolicismo envejecido se devora a sí mismo. Si Francisco quiere salvar el papado, no tendrá más remedio que resolver el desgobierno curial y actuar con contundencia caiga quien caiga, progresistas o conservadores. Y luego tendrá que coser y recoser, mucho más que hasta ahora.