La gran formulación política del marxismo según Groucho Marx se resume en aquello tan célebre de «damas y caballeros, esos son mis principios, y si no les gustan, tengo otros». Sirve para definir el modus operandi del gobierno de Pedro Sánchez, que en apenas tres meses ha defendido una cosa y la contraria, a veces sin que hayan transcurrido veinticuatro horas.

Todo un récord en la ingente tarea de corregirse a uno mismo. Aceptó con los brazos abiertos la inmigración ilegal para luego caer en la cuenta de que es imposible acoger a todos cuantos llegan, y acto seguido emprender expulsiones masivas en Ceuta. No tardaron en llegar las felicitaciones de Marruecos, y hasta la ultraderecha alemana ha puesto a España como ejemplo de una buena forma de proceder con los inmigrantes. No todas las rectificaciones, sin embargo, han tenido un eco favorable.

A Podemos no le ha gustado la renuncia al museo de la memoria colectiva en el Valle de los Caídos después de haberlo aireado tanto.

El Poder Judicial no se fía del cambio de criterio en el «caso Llarena», tras una espeluznante dejación de poder en la defensa del Estado. La UE tendrá pronto que desconfiar de un Gobierno que pacta el déficit en Bruselas y, a la vez, negocia la subida del techo del gasto público. ¿A quién se pretende engañar? Inevitablemente, en la cuestión catalana tampoco tardará en producirse una marcha atrás de la errónea política de apaciguamiento. Igual es demasiado tarde para la buena salud de la convivencia y la unidad del país. Ayer, la ministra de Trabajo se mostró decidida a ilegalizar el sindicato de prostitutas tras haberlo regulado su departamento y aceptar que le habían «metido un gol». No ha dimitido.